
La presentación de Tool en Lollapalooza tuvo el encanto de lo que nunca iba a pasar y pasó, de eso que no se vio en un millón de universos, pero en este sí, por obra y (sobre todo) gracia del azar que los puso en un festival en San Isidro a la misma hora que La K’Onga.
Quienes gustaban de la banda liderada por Maynard James Keenan desde que se cruzaron con un videoclip estrambótico suyo en la MTV de los 90, no sospechaban: sabían que lo más cerca que pasarían de Buenos Aires de acá a la eternidad era algún show en San Pablo, al punto de envidiar vitaliciamente a los privilegiados que venían con cuentos de haberlos visto en España, en Francia, en Alemania. Y, sin embargo, ahí estaban, restregándose los ojos ante lo imposible hecho realidad, y al mismo tiempo mirando al cielo y rogando que la tormenta no fuera tan cretina de largarse justo en ese momento que definía sus vidas musicales (por suerte se aguantó un toque y le cayó encima a Shawn Mendes).
Tuvo que sonar el riff-resorte de “Stinkfist” (una de sus canciones más queridas, y aprovechamos para quejarnos por la ausencia de “Schism”) para que todo el mundo al fin se convenciera de que, sí, estaban tocando en Argentina. Al frente se amuchaba su público fiel, muy, pero muy distinguible en estética, actitud y edad de la audiencia del resto del festival, haciendo valer las 150 lucas que gastaron para ver esto y acaso un ratito de Sepultura, entrando en clima de golpe y preguntándose cómo se las arreglarían para convertir la experiencia introspectiva de escuchar a Tool en un viaje colectivo.
El tema es que, más que te sientas acompañado, lo que ellos quieren es que estés solo entre un montón de otra gente. A diez centímetros de un desconocido, la vivencia de verlos sigue siendo personal y autocontemplativa, incluso sin entender las letras. Y la explicación está en la misma música: cerebral y a la vez dinámica, busca rodear al oyente de neblina y desde ahí sacudirlo. Un ejemplo de eso es “Fear Inoculum”, el tercer track del set después de la mencionada “Stinkfist” y “The Pot”: con un crescendo que nace de una percusión hindú y un fraseo de guitarra que suena aspirada, se va construyendo una atmósfera que pasa de psicodélica a amenazante y de ahí a rabiosa, con todo y metralla en la coda final.
“Rosetta Stoned” vino después y es otra muestra de esto: a años luz de cualquier 4X4 en el ritmo (la técnica de Danny Carey es para un libro en sí misma: sencillamente hace cosas que no se pueden hacer), sin melodía vocal (Maynard se limita a gruñir, por lo menos en los primeros cuatro minutos) y con un riff que parece rebobinado, lo que se escucha es primero oscuridad, y después metal puro y duro.

También tienen mucho que ver con esto las visuales, pensadas menos como apoyos de pantalla que como pesadillas breves, por partir de elementos reconocibles, pero llevados con sutileza al terror oculto lovecraftiano. Huesos y músculos expuestos, tajos que abren ojos en frentes, humanoides varados en mundos postapocalípticos, alienígenas de mirada decepcionada, insectos, parásitos y abstracciones que fungen de mantras para marear la conciencia: una película de body horror en entregas que aporta a la intención de atrapar para después asustar y/o irritar. Cooptarte para movilizarte al enojo desde el miedo: como ciertos movimientos políticos, pero bien.

Tampoco hay que dejar de señalar que en los papeles son cuatro, pero en la práctica son muchos más: el bajo de Justin Chacellor en “Invincible”, por ejemplo, sabe invertir los roles con la guitarra y cederle la tarea de tocar un arpegio repetitivo mientras martilla acordes con furia. Ni hablar de “Pneuma”, en la que Adam Jones toca uno de sus riff-ecuación que parece amenazar en la sombra hasta que Chancellor le inyecta anabólicos, y de pronto eso que acechaba ahora pisa.
Quieren esperaron décadas para ver esta hora y media de show repartida en nueve canciones (con “Vicarious” como moño), sabían con qué se iban a encontrar si se daba el milagro: una banda que consigue ser intelectual y física al mismo tiempo, cuatro nerds irrecuperables que no pueden tocar diez segundos de algo cuadrado ni aunque sus vidas dependieran de ello y que, con todo, saben controlarse, no se van en onanismos y no sueltan el heavy. Un grupo con una misión y las armas para cumplirla. No iban a venir, pero vinieron (y prometieron volver): ahora habrá que ver qué hay más allá de la utopía.
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