“¿Cuánto tiempo pasó? ¿Treinta años? ¿Cuánto pasó?”. En la habitación 211 del hospital Santojanni, en el barrio de Mataderos, Omar Chabán trata de ubicarse en el tiempo. Su confusión podría ser tanto producto del encierro y la enfermedad –un linfoma de Hodgkin que estuvo a punto de matarlo hace algunos meses– como de la dimensión trágica de Cromañón, tan abrumadora que es mejor alojarla en otra era. Esta tarde de comienzos de diciembre, Chabán luce bastante saludable y tiene cerca de veinte kilos de más en relación a su peso histórico, producto de la dieta que le indicaron los médicos y de la hinchazón generada por los corticoides. Conserva el pelo y la barba pese a la quimioterapia que le están aplicando, y se muestra sumamente orgulloso de eso (“Veo a otros pacientes pelados, revolcándose de dolor y vomitando”). Perdió el incisivo derecho y tiene la piel bronceada por el sol que entra por una ventana que da a un jardín del hospital, donde una palmera se agita desfasada entre el ruido de las máquinas y el vaho de los residuos patogénicos. Visto así, con la mirada un poco abatida, metiendo la cuchara en un flan servido en una taza de café, Omar parece un árabe que se alimenta en un refugio en el desierto. Como si, después de todos estos años de mutaciones y aislamiento, su configuración física se hubiera remitido a las variables genéticas y diluido las culturales, llevándolo a una especie de síntesis ancestral. Sin embargo, el hombre que empieza a hablar es el mismo que se paraba en la barra de Cemento a vocear ofertas de cerveza, o el que te hacía entrar cuando la policía acechaba sobre la calle Estados Unidos. Un tipo siempre a mitad de camino entre la sensatez y el delirio, entre el carisma y la altanería, entre lo sofisticado y lo popular.
“Yo soy el mayor fracasado del éxito”, dice de pronto. “Siempre me echaron de todos lados: iba a la Goethe y me echaban, iba a hacer espectáculos y me echaban. Todo el mundo quería que me fuera del país. Y al final lo lograron, porque la cárcel es una isla.”
En una misma conversación, el Chabán pre2004 se funde con el hombre que carga el peso mayor de la condena pública y judicial de Cromañón. Por momentos parece que nada hubiera cambiado en él. Lo primero que quiere saber cuando llegamos es si estuvimos en el show de Rufus Wainwright en el Gran Rex. Cuando le digo que sí, hace un gesto de emoción y después se pone serio: “Contame todo”. Pero durante nuestras charlas, casi cualquier episodio del pasado deriva en un comentario sobre la noche trágica o el proceso que le siguió. Con una condena de diez años y nueve meses en curso, en situación de arresto domiciliario debido a la enfermedad, la perspectiva respecto de su participación en el estrago es básicamente la misma que desde el comienzo.
“Yo asumo mi responsabilidad”, dice llevándose una mano al pecho. La declaración primero sorprende por lo franca y directa, pero cuando se le pide ampliar el concepto, repite el eslogan de “margaritas a los chanchos”, aludiendo a su vieja idea de haber alimentado una cultura libertaria que se le volvió en contra. “Soy anti-libertad”, dice ahora. “La libertad crea gente boluda y violenta.” Acepta su “negligencia” (“Negligencia es la palabra que nos cabe a todos en esta historia; toda la vida fui negligente, nunca pude controlar la violencia”), pero sigue justificando las acciones u omisiones que contribuyeron a provocar las 194 muertes. Para alguien que nunca dañó deliberadamente a nadie, vivir con esa carga debe ser algo tan inaudito que la única forma de sobrellevarla es construyendo una convicción blindada de inocencia.
“El tiempo es pecado”, dice un poco crípticamente, refiriéndose a todos estos años. “Vivo en un pecado metafísico constante.”
Cuando le insisto sobre los cambios internos que Cromañón activó en él, pierde por un instante la paciencia. “La pregunta está de más”, dictamina. “Si pensás lo que yo tuve que vivir… Naturalmente cargué todo el peso de Cromañón: fui el único entre los imputados que fue al juicio todos los días. Me comí todas las puteadas. Así que pedirme explicaciones a mí…”
¿Fantaseás con la libertad?
Me da miedo. En una cárcel te cuidan, te dan cursos… Si lo tomás positivamente, es bárbara la cárcel. Hay escritores como [César] Aira que dicen medio en chiste que les gustaría estar en una cárcel para tener tiempo para leer. Y las películas yanquis dicen lo mismo.
¿Sentís que afuera estarías más expuesto a los peligros?
Está bueno, pará que lo voy a pensar… [Lo piensa un segundo] Sí, porque imaginate que yo toco algo y tiene algún bicho. La caca de gato, la caca de paloma, la caca de perro… La gente muere de eso. Y quizás ni lo sabe.
Durante un par de meses, habia pocas cosas tan fáciles en Buenos Aires como llegar a la cama de Omar Chabán en el hospital general de agudos. Al menos hasta comienzos de diciembre, lo único que tenías que hacer era ir en horario de visita, saludar con un “¡hola!” a los guardias de recepción (rara vez pedían documentos), subir las escaleras, tocar la puerta y esperar a que Omar te gritara: “¡Adelante!”. Ahí estaba, recostado en la cama 24 o sentado en una silla de ruedas, el principal condenado por una de las peores tragedias de la historia argentina. A simple vista, nadie del Servicio Penitenciario custodiaba los movimientos.
Si Cromañón fue el emergente de un esquema basado en la ausencia de control (desde una habilitación mal emitida hasta una puerta de emergencia trabada, pasando por la sobreventa de tickets y el ingreso furtivo de pirotecnia), la vulnerabilidad de Chabán parecía, enfocada desde una mirada blanda, una especie de ironía del destino, aun contemplando la figura limítrofe del arresto domiciliario.
Al comienzo de su estadía en el Santojanni, durante el invierno, Chabán sí contaba con custodia penitenciaria permanente, y fue una pesadilla. “Nunca me habían pegado en la cárcel, pero acá sí”, dice con un temblor repentino. “Había dos locos de mierda, dos guardias que están del tomate. Uno de ellos me humillaba mal, decía que tenía que hacer lo que él decía.”
Desde que comenzó a cumplir la segunda parte de su condena, en diciembre de 2012 en el penal de Marcos Paz (donde ya había pasado un par de años antes de que comenzara el juicio), Chabán estuvo casi todo el tiempo en la enfermería. Por las noches deliraba de fiebre, tocando picos de cuarenta grados, pero nadie se lo tomaba muy en serio. Finalmente, la autoridad del penal impulsó su salida para internación y el 13 de junio fue derivado al Santojanni. Pesaba apenas cincuenta kilos y arrastraba un diagnóstico errado de tuberculosis biliar, la enfermedad de los presos, así que durante dos meses lo trataron con una medicación que sólo empeoró el cuadro. Era un fantasma, un rosario de huesos volcado en una cama municipal. Y para colmo estaban esos guardias.
“Un día entro y lo veo a Omar tirado, casi desnudo, retorciéndose y pasando la lengua por el suelo”, cuenta Yamil, hermano menor de Chabán. “Los tipos no hacían más que mirarlo. Les digo: «¿¡Pero ustedes son bestias?! ¿Por qué no llaman a una enfermera?». «No podemos tocarlo», me dicen ellos. «Sólo hacemos nuestro trabajo».” Una de esas noches, Omar salió de su habitación semidesnudo. Volando de fiebre, pasó junto a los guardias, que estaban dormidos, llegó al ascensor y, cuando alguien le preguntó qué estaba haciendo, comenzó a decir que el juzgado había dispuesto su libertad. El ruido despertó a los policías, que aprovecharon la situación para descargar su furia. “Lo tiraron al piso y le pegaron”, asegura Yamil. “Le quedaron varios moretones.”
En agosto, cuando su hemograma contaba apenas siete mil plaquetas, los médicos finalmente acertaron el diagnóstico: padecía la enfermedad de Hodgkin en estadio IV (el más avanzado), un cáncer que ataca el sistema linfático, el mismo que mató a Gabo Manelli de Babasónicos. Según indicaba el informe del Cuerpo Médico Forense, Chabán tenía los días contados.
Los profesionales del Santojanni dispusieron un régimen de recuperación de peso, transfusiones de sangre (el rock se movilizó fuertemente, en una campaña impulsada por los managers de La Renga y el Indio Solari, según cuenta Chabán agradecido) y un plan de quimioterapia. Sorpresivamente, empezó a responder favorablemente al tratamiento.
“Es una enfermedad en la que influye mucho lo anímico”, dice Yamil. “En todo este tiempo me puse a pensar: ¿cómo es que un tipo tan sano como Omar, que nunca fumó, ni chupó, ni nada, se viene a agarrar esto? No es casual que se le haya manifestado después de la sentencia. Todos los días iba al juicio a escuchar las barbaridades que decían de él. ¿¡Para qué!? ¿Sabés la mala sangre que habrá acumulado durante ese año?”
La primera vez que lo visitamos, una tarde de noviembre, Chabán está casi eufórico. La noción que tiene sobre su enfermedad es difusa. De hecho, todavía cree haber tenido tuberculosis. La gente cercana atribuye este aparente desconocimiento a una mezcla de inmadurez emocional y un poder de negación considerable. Al principio se refiere a la quimioterapia como “suero”. “Creo que es justo ahí”, dice asomándose por la ventana, señalando el pabellón de enfrente. “Cada quince días me llevan a ponerme el suero allá.” Estamos en el mismo hospital al que llegó Eduardo Vázquez, baterista de Callejeros, una madrugada de febrero de 2010 cargando a su mujer Wanda Taddei después de haberla prendido fuego. La habitación de Chabán tiene estructura para cinco pacientes, pero por la fragilidad de sus defensas, y también por cuestiones de seguridad, se resolvió mantenerlo aislado. Así que hay cuatro camas de hierro desocupadas y Omar utiliza una como sostén de materiales de dibujo, libros y condimentos para ensalada. Sobre una mesita rodante hay una botella de yodo, potes de mostaza, un celular primitivo, un cuaderno de notas y una vieja radio portátil. Se pasa el día escuchando la radio: Splendid, Blue, Metro. Consume unas siete horas de tango por día. Mientras piensa en su madre, postrada en un departamento de Olivos, escucha La Marcha Peronista por Hugo del Carril y llora. “La angustia que sentía por los muertos de Cromañón hoy la fui desplazando a las consecuencias que tuvo sobre mi familia: lo que he hecho sufrir a mi mamá, mis hermanos, mis sobrinos.”
Por momentos parece tener una visión distorsionada de su relación con el afuera (dice que va a hacer una obra de teatro con Katja Alemann, una especie de autobiografía experimental), pero a la vez está muy informado. Su libreta de apuntes contiene páginas abigarradas con datos que capta de las transmisiones: dibujó, por ejemplo, un gráfico con la curva de aumento de la nafta. También lleva escrito un glosario de términos con cierta resonancia conceptual. A cada palabra le sigue una definición de dos renglones en caligrafía pareja: “Hipóstasis”, “Balcanizar”, “Serendipia”, “Maquila”… También tiene sobre la cama Mi vida querida, de la Premio Nobel Alice Munro, y la biografía de Leonard Cohen de Sylvie Simmons, Soy tu hombre, completamente marcada con resaltadores magenta, amarillo y verde. Todas las oraciones están encerradas en pequeños compartimientos de dos o tres palabras. Sus marcas, a las que es difícil adjudicarles un criterio, forman una especie de pared de ladrillos fluorescente en cada hoja. Es inevitable pensar que mientras trazaba esas líneas Omar tenía la mente en blanco, o en cualquier otra parte que no fuera la vida de Cohen.
Ante todo, está plenamente satisfecho con el servicio del Santojanni, y a veces habla de sus virtudes como si se tratara de un all inclusive. Se manifiesta con una candidez conmovedora, como un chico fascinado frente a un mundo de abundancia. “Hasta que no lo ves, no sabés lo que es un hospital público. Mirá esto”, dice y busca en un rincón una vianda que le trajeron hace un rato: un sandwich envuelto en celofán con una cantidad enorme de jamón cocido. “Ves, es una cosa de locos. Y hace un rato me trajeron un plato así de remolacha. Le agregué mostaza y comí un montón. Es puro hierro.”
Su humor es radiante hasta que, a las cuatro de la tarde, una enfermera entra para decirnos que el horario de visita terminó. Omar explota: “¡No! Ellos son periodistas, no tiene nada que ver. ¡Tengo un permiso especial, estoy en situación de libertad condicional!” Mientras levanta el tono, la enfermera hace un gesto conciliador y sale de la habitación. Chabán queda visiblemente nervioso. “No me tengo que cagar”, dice. “Estos hijos de puta me pegaron. No hay que retrasar, no hay que retrasar… Mirá, me pongo nervioso.”
De nuevo, es el Chabán de siempre enfrentando la autoridad a los ponchazos, y también es la reacción asustada y excesiva de un hombre que se acostumbró a vivir acorralado.
Cualquiera que haya estado con él lo sabe: es una máquina de citar. La pregunta más mundana puede derivar en una respuesta que mezcla conceptos de psicoanálisis, filosofía y dramaturgia, en general de un modo compulsivo y atolondrado. Dice que en las fotos periodísticas trata de “salir neutro” por respeto a los familiares de las víctimas. “Sigo un criterio de Andy Warhol”, pontifica, “en un sentido de Brecht tomado por Godard. Godard es más Brecht que Brecht, eso ya te lo expliqué.” Cuando le pregunto si su formación cultural lo ayudó a sobrellevar todo este trance, asiente: “Omar Viola [creador del Parakultural] decía que el arte salva, y la referencia es a Walter Benjamin… Que a la vez toma conceptos de Heidegger, Marcuse, Habermas… Ahora estoy con Habermas; mirá que yo lo puteaba, eh”.
La parábola existencial de Chabán es única. Aspiraba a ser un actor y director legitimado por la escena teatral avant-garde y terminó convirtiéndose en una suerte de padrino díscolo del rocanrol under, el punk mugriento y el pop barrial. Pero antes de ser un hijo bastardo de la contracultura ilustrada (un expulsado, según su propia mirada), Omar Emir fue el primogénito de Ezzeddin Chabán, nacido en Siria y radicado en Villa Ballester, y Angélica Halouma Hadid, paisana de familia mendocina. Ezzeddin y Angélica bautizaron a todos sus hijos con perfectos nombres arábigos (le siguieron Yamil y Fátima) y les dieron una educación musulmana blanda. Ezzeddin solía decirles que lo mejor era que se casaran con gente de su misma sangre, pero no era lo que abundaba en ese barrio del partido de San Martín, una de las zonas con mayor concentración de alemanes de Argentina. Ezzeddin era todo un personaje: admirador de la disciplina germana y justicialista de la primera hora (fue parte de la resistencia durante la proscripción de Perón, militando en la Unión Popular), el “turco” tocaba el laúd y el violín, hablaba tres idiomas (francés, árabe y castellano) y era conocido en Ballester tanto por sus ideas políticas como por su instinto comercial (en el barrio todavía funcionan la unidad básica que abrió en 1982 y el bazar Nasser, que hoy atiende Fátima, bautizado en homenaje al líder político egipcio). Orientados por la germanofilia del padre, los Chabán fueron inscriptos en el Hölters Schule, una escuela que por esa época, como muchas otras en aquellos años 60, repartía chirlos de lo lindo.
En 1990, en una entrevista que le hizo para su columna “Buenos Aires me mata” del Sí! de Clarín, la periodista Laura Ramos le preguntó a Chabán de dónde había salido ese personaje raro que se había inventado. “Del resentimiento”, respondía él. “Iba a un colegio alemán, era árabe y me sentía inferior porque no era rubio. Es el viejo esquema: deseo las minas chetas con un sentido muy grasa. Después estudiaba teatro y era resentido porque tenía envidia de los que levantaban minas. Los profesores me humillaban mucho.”
“Tácitamente había tres clases: A, B y C. Nosotros éramos clase B”, dice Yamil, que recuerda a su hermano como un rebelde precoz. En el Hölters, desde luego, todos tenían que llevar el pelo corto, y Omar insistía en dejárselo crecer. Un día, una de las autoridades se le acercó y le pegó tremendo grito: más le valía pasar por la peluquería. “Esa tarde, el muy turro fue y se lo cortó a cero”, recuerda Yamil. “Todos teníamos el corte americano, pero él como reacción decidió raparse. Parecía un presidiario. Al día siguiente el profesor lo buscó y había que verle la cara. Yo me moría de la vergüenza.”
“Me quería hacer el John Lennon”, dice Omar. “Eran travesuras.”
Mientras convida té y mate cocido en vasitos de telgopor, Chabán recuerda: “Mi vida empezó a los 18 años, cuando terminé la escuela”. Una de sus primeras experiencias en la noche fue al frente de un pequeño escuadrón de disc jockeys amateurs llamado Logos, en el que pasaba, a comienzos de los 70, temas de Creedence y Sérgio Mendes. Pero básicamente era un holgazán con aires de flâneur, y viajaba al Centro en busca de universos desconocidos y también de un lugar de pertenencia. Pasaba por el Di Tella, hacía base en Centro de Arte y Comunicación (CAyC) de la calle Viamonte, se metía en el Goethe. “Otra cosa muy importante en mi vida son las bibliotecas”, puntualiza. “Yo arrancaba a las once de la mañana, y vivía como si te dijera con 50 pesos por día. Con eso comía, todo. Y volvía con el tren a la 1 de la mañana.”
Hizo un curso con Gabriel Chame, pero terminó despreciando el arte de clown por “la onda popular” que lo rodeaba. “Yo era un vago”, resume Omar. “Hasta los 29 años vivía con la plata que sacaba de la caja del bazar de mi viejo. Un día decidí ir a hacerme famoso en Alemania.” En su relato autobiográfico volátil, ese viaje a Europa tiene todos los condimentos del rito iniciático, llegando a una Berlín en pleno brote cultural (hasta Bowie se había mudado a la ciudad). Cuando recuerda ese tiempo, Omar superpone imágenes: “Ahí me enamoro de una azafata. Alquilaba una habitación, el supermercado era muy barato y había un colombiano, un uruguayo y un alemán. Me molestaba un poco la idea de que tenías que ser el Che Guevara, y yo siempre fui de derecha. Descubrí el reggae, que es como el chamamé. Entonces una noche empecé a cantar una baguala a los gritos y me rajaron. Y dije: «¿Cómo? ¿En Alemania también me rajan?». Y ahí me empecé a bajonear. Un día me fui llorando por la calle.”
Volvió a la Buenos Aires de comienzos de los 80, con las Malvinas en el horizonte y la dictadura en decadencia. Era un tiempo en que su ánimo provocador podía encontrar un sentido renovado. “La revolución en la época de los milicos era reírse, la gente quería divertirse, quería joda. Yo a los milicos les gritaba en la calle. No me mataron porque… no sé. Pero caí preso mil veces. Me llevaban a Toxicomanía, me llevaban a la calle Moreno con las prostitutas… qué sé yo.”
En pareja con la actriz Katja Alemann y a punto de cumplir los 30, Chabán decidió que tenía que dejar de ser un mantenido. De Alemania había vuelto con algunas ideas y un nombre: Café Einstein, que por esos días era un reducto hip de la contracultura berlinesa. Una de las características que más le habían impresionado de la noche europea era que siempre pasaba algo, y las bandas tocaban todas las semanas. Los shows no eran eventos excepcionales. Con esa energía abrió su primer local. Fundado en 1982 en sociedad con sus amigos Sergio Aisenstein y Helmut Zieger (“Eramos un árabe, un judío y un nazi”, es su viejo chiste), el Café Einstein de Córdoba y Pueyrredón fue sede de presentaciones legendarias de Sumo, Soda Stereo, Virus, Los Twist. “Yo no tenía la onda del rock profundo de León Gieco o Charly García”, dice Chabán. “Yo nazco con el rock superficie de Los Twist y Sumo.” El Einstein fue un símbolo del despertar democrático, aunque Chabán, en una nota publicada en Crónica medio año antes del incendio de Cromañón, decía que por entonces ellos no pensaban en “la antinomia democracia-no democracia”. “Los ideales no estaban sostenidos por lo social, éramos medio wagnerianos”, definía.
El Einstein cerró en 1984. Un año después, Chabán inauguró Cemento. Fue un proyecto de pareja. Katja –que poco después lo echaría de la casa, enamorada del pintor Diego Linares– puso el dinero y Omar la gestión. “Buscábamos un espacio de lo excelso, lo magnánimo. Los lugares eran pequeños y Cemento era grande. Allí queríamos vivir una comunión, la fiesta con la gente”, decía él en aquella entrevista con Crónica. Era un lugar en el que podía organizar espectáculos de rock (un mundo en el que Omar nunca dejó de sentirse un outsider, de algún modo) y a la vez desplegar sus experimentos teatrales. De los cientos de bandas y artistas performáticos que pasarían por ahí, destaca tres nombres que influyeron en la construcción de su personaje (“La gente a la que yo afané”): la bailarina y coreógrafa Ana Itelman (pionera de la danza contemporánea en Argentina), Batato Barea y Luca Prodan.
Chabán nunca fue valorado como performer, pero su rol de gestor underground comenzó a crecer a la par de la consolidación de Cemento como plataforma de despegue de bandas. “¿Qué es lo que me diferencia de tipos como Grinbank, de los de Vorterix?”, dice Omar con un gesto altivo. “Yo siempre le di bola al mito. Creé el marketing de lo mítico. Por ejemplo: Cemento lo habíamos hecho todo de cemento para poder usar agua, tierra, fuego… Elementos que en un teatro no se podían usar.”
Después resume su aporte principal a la cultura rock argentina, antes de que todo se le fuera fatalmente de las manos: “Lo mío fue también una manera de enfrentar al Instituto Di Tella. ¿Qué pasaba? El Di Tella te daba guita para proyectos, pero no te generaba las condiciones para que vos hicieras guita. Entonces yo digo que lo único importante que hice en mi vida, lo único importante, es hacer que los grupos ganen guita. De lo otro puedo estar hablando veinte horas. Pero lo importante es que, a partir de Cemento, los grupos empiezan a ganar guita sin tener que chuparle el culo a nadie.”
Durante toda esa larga década que siguió a la apertura de Cemento, con el rock nacional volviéndose cada vez más popular y profesional, Chabán se convirtió, a ojos de los medios y de buena Omar Chabá “La libertad crea gente violenta. Toda la vida fui negligente con la violencia: no pude controlarla.” “Yo creé el marketing de lo mítico. Eso me diferenció de tipos como Grinbank.” “Lo vi tirado, retorciéndose y pasando la lengua por el suelo”, dice Yamil Chabán. HOMBRE DE CEMENTO En los 90, el boliche de Chabán se convirtió en la gran plataforma de despegue de bandas. parte del público de recitales, en un personaje pintoresco, equidistante del centro y la periferia de la escena. Claramente, era distinto de todos en su modo de llevar adelante el negocio. Más allá del buen trato con las bandas (el famoso reparto ganancial 70-30 a favor de los artistas, una ecuación largamente citada durante el juicio), ponía el cuerpo cuando era necesario, mostraba su extravagancia frente a las cámaras cuando le clausuraban el local, se cargaba histriónicamente la explotación de la barra de bebidas, te dejaba pasar si te faltaban algunos pesos para completar el valor de la entrada y abría las puertas a todo el mundo cuando olfateaba represión. Lo sintetizó Ciro Pertusi en una carta abierta después de la tragedia, en horas en que medio país pedía su cabeza: “Chabán me cuidó más que mi papá o mi mamá”.
Todas éstas son verdades que chocan con el retrato monstruoso que se tejió de él en la última década, en parte explicable por el dolor y la búsqueda de justicia de los familiares, en parte alimentado por sus modos altaneros, en parte consecuencia de las consignas facilistas de las marchas y de algunos informes periodísticos. Con todo, la historia puede perfectamente redimir a Chabán, pero eso no lo hace menos responsable de la cadena criminal de descuidos que llevó a Cromañón. Un tetris colapsado que empieza en la gestión del entonces jefe de Gobierno Aníbal Ibarra y que termina en la cabeza zumbada de un fanático que le da fuego a una candela en un lugar techado. En el medio, funcionarios, policías coimeros y una banda de rock enamorada de la autogestión pero alejada de ciertas nociones básicas de cuidado. Entre todos ellos, Chabán fue el que más claramente vio el peligro (aunque no la magnitud), sobre todo después de dos principios de incendio ocurridos días antes del 30 de diciembre. Fue el que puteó al público e imploró para que no encendieran bengalas, porque iban a terminar todos muertos. Pero era Chabán, el delirante, un aristócrata de los bajos fondos, un clown renegado haciendo de empresario, y el Estado se había deshecho de sus herramientas básicas de control para dejar todo en manos de la suerte. Y de gente como Omar y los Callejeros.
Chabán fue, probablemente, el imputado que más estudió la causa. Y su foco de atención u obsesión fue variando alrededor de tres ejes, al menos. Uno: la famosa puerta de emergencia. El 17 de diciembre, apenas dos semanas antes de la tragedia, Chabán acató el pedido del dueño del complejo Central Park, Rafael Levy (hoy procesado y esperando sentencia), de cerrar con candado la puerta que daba al estacionamiento del hotel; ahí “concentraron” los Callejeros para ese triplete de recitales de fin de año (“Les encantaba ese hotel, para ellos era el Sheraton”, dice Analía Fangano, ex abogada de la banda). Chabán insiste en que era una puerta “alternativa”, que no figuraba en los planos, y en ese detalle técnico se basó buena parte de la estrategia de su defensa. El problema es que, después de cerrar el candado, no apagó el cartel luminoso de salida de emergencia. Y contra esa señal que ya no llevaba a ninguna parte se amontonaron decenas de víctimas.
Otro foco al que siempre apuntó son los bengaleros, los autores materiales del incendio. Una línea de investigación que nunca prosperó. “Acá había una ideología de la bengala”, dice Chabán. “Una cosa viril y machista. Yo acepto mi responsabilidad en Cromañón, Callejeros también, pero el público es responsable con nosotros. No penalmente, pero sí a nivel social. ¿Por qué nunca nadie habla de ellos?”.
Y por último, la composición química de la mediasombra, que era ignífuga pero que, al entrar en combustión con el resto de los materiales –una capa de espuma de poliuretano y otra de guata– produjo “emanaciones de cianuro de hidrógeno, dióxido de carbono, monóxido de carbono, óxido de nitrógeno y vapores de isocianato”, según figura en el expediente.
Chabán puede pasarse un rato largo hablando del material, del momento en que lo recibió (estaba casualmente con Pato Fontanet y el manager Diego Argañaraz) y de cómo el vendedor de la empresa Fonac-Sonoflex acercó la llama de un encendedor para mostrarle que no ardía. “Es justo lo que necesito”, recuerda haber dicho él. También puede hablar de su confusión durante las horas posteriores al incendio, preguntándose por qué había muerto tanta gente si no había visto fuego, hasta que recibió el informe del inti (Insituto Nacional de Tecnología Industrial) en el que explicaba cómo su boliche se había convertido en una cámara de gas. Puede relatar con lujo de detalle, también, el instante en que ese disparo de candela abría una rendija en la mediasombra y rodaba por la tela como una pelotita de metegol incandescente, largando un humo blanco antes de que el calor quemara el resto de los materiales y una explosión negra dejara Cromañón a oscuras.
Pero todo eso es algo de lo que ya casi nadie quiere hablar. El juicio terminó, los condenados están presos y Chabán cree que Cromañón hoy es un tema marginal, superado por otras tragedias. O tal vez esa idea sea una forma de alivio. El tiempo desde entonces transcurrió de manera extraña para él. Hay escenas que recuerda –o reconstruyó– con una precisión casi irreal y hay veces en que su memoria parece haber sido reseteada. “No me acuerdo lo que pasó en los últimos meses”, dice volviendo a la golpiza de los guardias y las noches de fiebre. “Menos mal que casi no tengo recuerdos.”
La ultima vez que lo voy a ver antes de cerrar esta nota, el jueves 12 de diciembre, Chabán está enfocado y sereno. Ayer recibió un permiso especial para ir a visitar a su madre. Fue con Yamil y Fátima hasta el departamento de Olivos, compraron comida árabe y almorzaron todos juntos. A Angélica, que padece una enfermedad degenerativa, le costó reconocerlo, pero después de un rato volvieron a sentirse una familia, como antes de que Cromañón se tragara todo.
Omar dice que le queda algo así como un mes de quimioterapia intensiva, y que después podrá seguir cumpliendo la condena en su casa, “un departamento modernoso” del Centro. Los últimos análisis mostraron una remisión importante de la enfermedad. Es un milagro si se lo contrapone al informe forense de hace algunos meses, que lo presentaban como un agonizante. El temor de su defensa y su entorno es que una mejora radical lo devuelva a la cárcel, pero tratándose de un Hodgkin, meterlo en una celda sería casi condenarlo a muerte.
Puesto a proyectar una hipotética vida en libertad, se imagina dando clases de teatro y dirigiendo. Reflexiona un segundo y afirma: “Yo soy el mejor director de teatro argentino”. Luego aclara: “Para propuestas raras”. No se cansa de soltar frases de esta índole. Se define como un “zen agnóstico”, aunque le encanta la religión, y como un “ninfómano asexuado”. Dice que no necesita de los métodos de meditación para conectar con lo trascendental. Le digo que él siempre tuvo un vuelo natural, una suerte de delirio. “Es que soy un genio, y sólo me relaciono con genios”, explica antes de enumerar una lista de nombres de los 80. Le pregunto si en algún momento sintió que había dejado de rodearse de genios. “Nunca, no puedo.” Y ejemplifica: “El Pity, genio. Cagó al rock, lo destruyó, pero es un genio.” ¿Los de La 25? “Genios. Muy buena gente.” ¿Los Callejeros? “Unos tipos buenísimos. Nunca hablamos de plata con ellos. Una vez los invité a comer a Todos Contentos, en el Barrio Chino, y comieron sushi por primera vez.”
Cuando le pregunto cómo se lleva con el rótulo de empresario, se compara con Bill Gates. “Esos tipos laburan descalzos, duermen la siesta, es así… Ese es el criterio que hay que aplicar. El autoritarismo no va. El problema que tuvo Cristina fue el autoritarismo. Ahora hizo unas leyes buenísimas, porque está más floja. El poder no tiene que ser viril, puede ser débil. Menem era débil, no reprimió a nadie, y fijate… Fue un tiempo muy bueno. Como ahora. Vivimos una época utópica: restaurantes, teatro internacional… Es impresionante.”
¿Te considerás un empresario hábil?
Demasiado.
¿Demasiado hábil?
Astuto. Astucia árabe. Te voy a decir cómo hice guita yo: sin pensar en la guita. Tengo ese concepto de Onassis: el que quiere hacer guita, no piensa en la guita.
¿Pero hiciste fortuna?
No. Yo hice lo que quise. Eso es lo importante.
Esa omnipotencia puede virar a vulnerabilidad de un momento a otro. De pronto recuerda la angustia de cuando lo condenaron en primera instancia a veinte años de cárcel. “Temblaba”, dice mostrando las manos. Evoca con remordimiento los días en que un par de familiares de víctimas fueron a tirarle huevos a la casa de Ballester, y la angustia que eso provocó en su madre. Sigue sintiéndose un perseguido. Le digo que no se atormente, que está pagando su responsabilidad, que los familiares sólo reclamaban justicia. “Ellos quieren el núcleo neurótico, no les alcanza con la condena”, dice Chabán, súbitamente tenso. “Pero no lo van a vencer. Porque después de los 50 años el núcleo neurótico no cambia. Lo dice Freud.”
Un rato más tarde, vuelve sobre el tema haciendo una extraña elipsis: “Yo aprendí mucho de Schwarzenegger y Stallone. En las peleas, ellos querían parar. Pero les pegan, les pegan y, al final, el tipo pega un solo golpe y el otro cae.” No queda del todo claro cómo relaciona eso con su situación, o sí, y es mejor no hacerse demasiadas preguntas. A esta altura Omar, como muchos, parece estar librando una batalla espiritual contra la parte de sí mismo que se le volvió en contra. Y mágicamente encuentra una síntesis: “La mejor estrategia para vencer a alguien, dicen los chinos, es no hacer nada.”
Entonces un guardia entra para decir que terminó el horario de visita. Esta vez Chabán reacciona con absoluta serenidad. Saluda y, antes de volver a quedarse solo, pone las noticias en la radio y se sienta a merendar en la cama.
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