Marttein citó a todos en el Cine Gil para mostrarles Una película argentina, pero la película no arranca. Es una de las primeras noches calurosas del año y los invitados, a pocas cuadras del Obelisco, se instalan en la vereda y fuman o toman gin tonics de la Barra Gil mientras esperan que den sala. La producción que se hace esperar más de dos horas es el mediometraje que acompaña el álbum MARTTEIN, ocho tracks de pop neurótico con reminiscencias tangueras, cargado de observaciones nocturnas narradas por una especie de compadrito raver.
Como la película se demora la barra se queda sin hielo ni vasos de plástico. La gente se cansa de deambular por el edificio que el cine comparte con la Fundación Beethoven y en un momento se improvisa una pequeña fiesta en la terraza, con un parlantito medio matado que despide novedades errekateras. Nadie entiende qué pasa con Una película argentina, pero más tarde sabremos que, en algún lugar de la ciudad, mucho después del horario anunciado para su proyección, alguien estaba terminando de exportar el archivo del film, quizás lo más autóctono que se le puede pedir a una producción en estas pampas y lo más exótico que se puede esperar del pop local en 2024: una artesanía que se escapa del cálculo del marketing. Inhalen profundo, ahí viene un poco de aire fresco.
“Fue una noche recaótica”, le dice Marttein a ROLLING STONE sobre la presentación de la película que filmó en dos días y desarrolló durante varios meses junto a un grupo de amigos. El trabajo fue intenso y se filmó en planos secuencia para evitar un montaje difícil de costear. En esa producción, la cámara sigue a un tipo rubio, verborrágico e hiperexpresivo que se peina a la gomina, interpretado por Marttein. El protagonista vive con su madre, a quien le pone el cuerpo la icónica Sandra Madonna, abanderada del sótano gótico Réquiem. Este rubio de campera de cuero setentosa pasa la noche recorriendo tugurios, contando historias que pasan en raves (de una manera literal: por momentos las recita) o encuentros fallidos con dealers (en “Llamalo”, Dillom le pone voz y cuerpo a un transa que distribuye su mercadería en un Renault 12).
Una película argentina no muestra noches hedonistas de descontrol estetizado, sino las bajezas crudas de un antihéroe que financia sus días y sus noches a costa de otros. Como en una película de Bruno Stagnaro, el protagonista pendula entre ser un fisura querible y un calculador ventajero y miserable. Marttein define al disco y a la película como “la historia de un fracasado”, una idea que guarda una memoria de época íntima y muy particular: la de las expectativas que puede tener alguien que nació en la Argentina de 2001, que se acerca a la adultez en un no menos ruinoso 2024 y que, encima, forma parte de una generación que tiene un vínculo matemático (y un poco tortuoso) con el éxito.
Todos los discos de Marttein dialogan en alguna medida con el pavoneo de la opulencia en el trap, cuyo volumen empezó a subir cuando el músico y productor, que hoy tiene 23, era un adolescente. Por eso muchos de sus versos conversan con cierta tilinguería de la época (“boludos peligrosos se golpean la cabeza con carteles en inglés”) y con sus propias tensiones con el exitismo (“soy un fracaso pero en el antro hago que griten”).
“La historia de este pibe que vive con su mamá es también mi historia y la de mucha gente que me rodea”, dice Marttein sobre su último disco. “Me estaba hundiendo en una sensación de que no voy para ningún lado, que creo que le pasa a mucha gente de mi edad, hasta que empecé a tomármelo con humor y bastardearme por eso, que es un poco absurdo. Estamos muy marcados por la mirada del otro, por la recepción de lo que hacemos, tecnología mediante, y por una presión de ‘triunfar’ que te hace sentir que tenés que lograr todo siendo todavía un pendejo”, cuenta. “De ahí salió este personaje en un lugar un poco oscuro, sin mucho futuro y que vive su falta de posibilidades como una filosofía de vida que elige: desde ahí se ubica para sentirse rezarpado”.
Dos referencias clave para la película, que tuvo la dirección creativa de Valentín Mutti, fueron los films Sur (Pino Solanas, 1988) y Tony Manero (Pablo Larraín, 2008). La primera cuenta la historia de un preso político liberado durante el regreso a la democracia en Argentina y la segunda retrata a un hombre que, en la dictadura chilena, desarrolla una obsesión por el personaje de Travolta en Fiebre de sábado por la noche (1977).
Martín Olveira nació hace 23 años al lado de la cancha de Platense. Su acercamiento a la música fue audiovisual desde el principio: si su papá le hablaba de Sex Pistols o su mamá lo limaba con Queen, él ampliaba revisando discografías en YouTube. Cuando estaba en la primaria conoció a Dillom. Sus escuelas quedaban una al lado de la otra, con los patios pegados y separados por una reja. Así se hicieron amigos y terminaron armando su primera banda. Tenían 11 años: “Dylan era un nenito con remera de Ramones, el único pibe que conocía que no estaba escuchando reggaetón o David Guetta”, dice Martín. A los 13 empezó a jugar con programas de edición de audio, principalmente de grabación, lo que lo terminó llevando a cursar el secundario en la Escuela de Música Juan Esnaola. “En ese momento pensaba en la música electrónica como algo que no era humano, sin entender cuántas de las cosas que me interesaban estaban atravesadas por lo digital”, dice. Encontrar música en Soundcloud fue una revelación que lo sacó del conservatorio y lo puso a componer su primer disco.
Como el sonido que marcó a los chicos y chicas de su edad, a él también lo encandiló el trap. “Me enloquecí con esos bajos al palo y las baterías bien plásticas. Me parecía algo especial y contemporáneo porque, si bien tenía vestigios de la música del 2000, expresaba al máximo algo de mi generación. Me interpelaba la crudeza de las letras, pero eran recontra burdas –sigue–. Yo quería hacer discos de trap que tuvieran cosas para contar, una versión local de eso que no dijera putaputaputa y presumiera marcas. Empecé a mirar y escribir sobre lo más mínimo que hace y dice la gente y que al final sirve para hablar de lo que está de fondo”.
A los 17 grabó el primero de esos discos: Antro (2017), que también hace foco en los rejuntes nocturnos y es una especie de germen de su disco más reciente. Le siguió Guerra (2018), en el que se cuelan audios de discursos de Galtieri para armar un ambiente sonoro bélico. En este disco aparece un registro radioteatral que también tiene MARTTEIN (2024) y está en alguna medida alineado con El sonido de lo que nadie quiere ver, la genial serie de documentales sonoros que retratan episodios traumáticos de la Argentina, que Lucas Martí viene sacando desde que comenzó este año. Después de Guerra llegó el industrial Némesis (2019), que completó la trilogía. Luego lanzó Romántica (EP) y colaboró en EL TRUCO (EP, 2023) con Juana Rozas.
Sus primeros discos se pueden inscribir en el trap y en la música electrónica experimental: son composiciones más amorfas, con una escritura poética más críptica que la de sus últimas canciones. En MARTTEIN se concentran influencias y datas muy distintas que se sintetizan en el pop. “Me encanta la música popular, me gustan las canciones memorables, que encontrás en la radio de casualidad y decís ‘qué temazo’. No le tengo asco al estribilleo y estuvo muy pensado en la grabación del disco que su paso al vivo pudiera encontrar esa complicidad de quienes escuchan”. Esa proyección de cómo se recibe la música en vivo para Marttein es también un rasgo autóctono: “Es rarísimo que el solo de ‘Jijiji’, con la complejidad musical que tiene, lo cante un estadio entero como si fueran tres notas: no es normal eso, no pasa en todos lados, ¡no tiene sentido!”. “Llamalo”, que incluye prácticamente un coro de cancha, se escribió con eso en mente.
Dos influencias muy distintas marcaron su forma de escribir en el último disco. Por un lado, descubrir a Suede lo orientó hacia un estilo más narrativo. “Quería que mis canciones fueran como la sinópsis de una peli”, dice. Su fanatismo por la banda británica es una de las cosas que lo unieron con Mariana Enriquez, invitada en su disco. La escritora argentina recita en “Futurista” un texto que escribió Marttein. “Me encantó su puesta en escena, su despliegue visual y su sonido, bien Atari Teenage Riot. Me copó que tuviera en marcha un disco tan pensado y la ambición de hacer una película que indagaba en la noche, la ciudad y lo tóxico”.
Otra influencia importante en el álbum fueron los libros que su abuelo, Juan Montenero, escribió en los últimos años de su vida. Montenero era un fanático de Buenos Aires y de su cultura: su trabajo alrededor del mundo del tango y del uso del lunfardo terminó influyendo en la obra de su nieto, particularmente su último disco. Eso se escucha con claridad en “Amigo”, el track apesadumbrado, nostálgico y tanguero del disco. También en el tono recitado y arrabalero de “El rubio”: “Subió a tocar el disc jockey y parecía una guerra de marcianos, ¿para qué me invitás si yo en tu conversa estoy repintado?”. Este narrador, que habla como un tipo de 90 años para contar las historias de uno de 20 que vive en 2024, terminó armando la temporalidad premeditadamente confusa de Una película argentina, que puede contar fracasos personales y sociales de muchos momentos distintos de la Argentina.
Ahí está Marttein, saliendo al escenario de Maquinal pasadas las 2 a.m. Hace unos días, en la proyección de la película, presentó a ese compadrito que gesticula como Jim Carrey y que logró bajo la dirección actoral de Roma Trigo. Llevar la intensidad de ese personaje al vivo le permite estar sobre un escenario sin más parafernalia. Esta noche es él, su banda y su ópera trap/rock sobre un fisura contra el mundo.
Después de salir a escena en un impecable atuendo de mediados del siglo XX el personaje se empieza a desvencijar: la cáscara se va rompiendo. Primero se despeina, después tiene cada vez menos ropa, hasta que termina en unos calzones blancos y gastados, con medias y zapatos, para cantar “AAA”, una cumbia psicodélica y deforme, uno de los momentos más divertidos e inesperados de todo el disco. Marttein va hasta el fondo para mostrar el patetismo de su personaje: hace parte del show encorvado, despidiendo un hilo de baba grueso por la boca que salpica a la primera línea de la gente junto al escenario. Difícil decir que sus vivos son un fracaso y muy fácil confirmar, tal cual canta en el cierre de su disco, que su presencia en el antro hace que la gente grite.
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