Cómo la UFC de Dana White conquistó Estados Unidos a puro golpe y a la par del ascenso de Trump


Al comienzo, las artes marciales mixtas eran algo tan de nicho que solo las encontrabas de medianoche en la TV por cable. Hoy se han convertido en un deporte que cambió la cultura y que entre sus fans cuenta al presidente Trump. Nos metemos entonces en la empresa de White, tan grande y aplastante que les rompió los huesos a todos sus competidores.

Hay dos hombres sangrando en una jaula de alambre frente al próximo presidente de Estados Unidos. Hace una semana y media, Donald Trump fue elegido para su segundo mandato, y ahora está como Pancho por su casa otra vez en el centro del mundo, bajo las luces del Madison Square Garden, viendo cómo los mejores gladiadores de nuestra época pelean en un octágono de lona y acero. Durante los últimos cuatro asaltos, Charles Oliveira, un brasileño alto, con dientes que deslumbran de blancos y el pelo decolorado hasta parecer de hielo, ha estado destrozando a Michael Chandler, un luchador estadounidense muy bajo, que pelea con una especie de alegría maníaca que a menudo juega en su contra. Un ejemplo: a principios del quinto y último asalto, Chandler finalmente conecta un gancho de derecha justo en la mandíbula de Oliveira, con un sonido que recuerda el golpe plano de una pala contra la tierra húmeda. Oliveira tambalea, y Chandler se lanza hacia adelante, con los brazos y los ojos abiertos, buscando el golpe final, pero resbala y cae. Terminan en el suelo, Chandler encima, golpeando la nuca de Oliveira: golpes brutales y peligrosos que son ilegales bajo las reglas universales de las MMA (artes marciales mixtas, por sus siglas en inglés), pero que el árbitro no sanciona.

En las MMA, casi todas las armas de que provee el cuerpo humano están permitidas, y un par de cosas (cabezazos, mordidas, ataques a los ojos y los ya mencionados golpes directamente a la nuca) están prohibidas. Se puede golpear con puños, rodillas, pies y codos (doblá el brazo y sentí el pequeño hueso debajo de la piel en la punta del codo; con el ángulo y la velocidad adecuados, puede cortar como un bisturí). En el octágono de lucha, se libra una guerra sin cuartel, en el rango que va de las arañadas a los huesos rotos, y Oliveira es uno de los mejores en esta disciplina. Cerca del final del quinto asalto, Oliveira se aferra a la espalda de Chandler, envolviéndolo con las cuatro extremidades. En lugar de rendirse, Chandler se pone de pie, llevando a Oliveira como una mochila de 70 kilos, y se tambalea hacia el centro del ring. “¡Que se joda!”, dice, lanzándose hacia atrás en el aire y estrellándose contra la lona, aplastando a Oliveira, mientras el suelo retumba como un tambor gigante. El protector bucal de Chandler está pintado con la bandera estadounidense. Increíblemente, hace este slam dos veces. Oliveira no suelta. La pelea termina. Oliveira gana por decisión unánime, pero Chandler es triunfante en la derrota. “Madison Square Garden, ¿se están divirtiendo?”, grita. Desde el otro lado de la jaula, veo a Trump sonreír.

La creación de un imperio

La historia que lleva a un presidente de los Estados Unidos a la primera fila del Madison Square Garden esa noche es también la historia de las MMA, un deporte que, en los últimos treinta años, pasó de ser un espectáculo marginal de televisión por cable a convertirse en el nuevo pasatiempo estadounidense. Las MMA son la pelea callejera destilada en deporte, practicada por atletas profesionales que han afinado cada célula de su cuerpo para la violencia. Resulta que es algo que muchísima gente quiere ver. Dependiendo de a quién se le pregunte, las MMA son el tercer deporte más grande del mundo, solo detrás del báquet y el fútbol, con entre 300 y 600 millones de fans a nivel global. Aproximadamente el 60 por ciento de esos fans, según el sitio web de estadísticas cagewalks.com, son personas (en su mayoría hombres) de entre 25 y 44 años: un grupo demográfico muy codiciado por los anunciantes y que, quizás no casualmente, ha recibido golpes en la cara por parte del sistema político estadounidense durante gran parte de los últimos veinte años.

Donald Trump asistió a un show de la UFC justo después de ganar las elecciones de 2024. (Foto: Chris Unger/Zuffa LLC)

Ultimate Fighting Championship, la empresa con 31 años de edad que domina el deporte a nivel mundial, es uno de los activos más rentables del grupo Endeavor, un conglomerado estadounidense de gestión de talento y medios que generó alrededor de 6 mil millones de dólares en ingresos el año pasado. La UFC, valorada en unos 12 mil millones de dólares por sí sola, es el patrón oro de este deporte. Existen otras empresas, a las que el mundo de las peleas llama “promociones” (la Professional Fighters League, Bellator MMA, Cage Warriors y la asiática One Championship), pero si querés ser una estrella en las MMA, tiene que ser en la UFC. Y eso no va a pasar si Dana White no está de por medio.

White ha dirigido efectivamente la UFC desde 2001. Bajo su liderazgo, la UFC se ha vuelto sinónimo de MMA y ha sido la fuerza impulsora detrás de la transformación del deporte en una sensación global. Más de veinticinco años de dedicación al deporte y a ganar dinero con él han convertido a White en su dios principal, con una autoridad prácticamente incuestionada por inversores y peleadores por igual. El ascenso de la UFC y su dominio actual han seguido un camino paralelo al de un nuevo movimiento político centrado, de manera similar, en un solo hombre: Trump. No debería sorprender, entonces, que White y Trump sean amigos cercanos, con vidas entrelazadas por décadas de política y negocios, y con visiones del mundo unidas por una obsesión con la lealtad y una intolerancia despiadada hacia la oposición.

En 2001, Trump era un desarrollador y dueño de casinos famoso pero acechado por el fantasma de las quiebras, y que cabalgaba sobre una poderosa marca personal. En ese momento, la figura más reconocible de la UFC era su comentarista principal, un comediante de stand-up y presentador de reality shows llamado Joe Rogan.
“Soy como el intermediario en esta relación”, me dice White. “Soy muy cercano y leal a Rogan, y Rogan es muy cercano y leal a mí; y también soy muy cercano y leal a Trump, y Trump es leal a mí. Y todos estamos conectados por la UFC”.

Lo que unió a estos tres hombres por encima de todo fue la creencia en que un deporte sangriento, poco conocido y apenas regulado podía explotar el apetito latente de la nación por la violencia y la catarsis. Dos décadas después, han demostrado tener razón. Y su apuesta los puso a los tres en el centro directo de uno de los realineamientos políticos más extremos que el país ha visto en un siglo. Si querés entender el Estados Unidos de Trump, tenés que entender la UFC.

“Nadie quería darle lugar para las peleas”

Me encuentro con White por primera vez a principios de septiembre. Almorzamos en una sala privada del restaurante del hotel Peninsula en Manhattan, donde White se hospeda cuando está en Nueva York. Llega tarde a la entrevista porque estaba abajo comprando un reloj en la tienda Rolex para un viejo socio: un regalo por su servicio y lealtad durante décadas. Pide un bife de chorizo a punto medio, espárragos y una ensalada Cobb picada y mezclada con aderezos ranch y blue cheese. Trae su propia bebida, una mezcla azul de electrolitos en una botella de agua Voss y que toma en un vaso de plástico promocional de Power Slap (Power Slap es su última aventura: una competencia de “peleas a los bifes” en la que los “luchadores” se cachetean en la cara, generalmente hasta que uno queda inconsciente). Por suerte, no vine a hablar de Power Slap, así que White se lanza a contar la historia de la UFC de un tirón.

La historia, en resumen, es esta: finales de los años 1990, principios de los 2000. White, un entrenador de boxeo fitness que dice haber sido expulsado de su Boston natal por Whitey Bulger y la mafia, vive en Las Vegas, rodeado de un par de hermanos que son dueños de varios casinos: Lorenzo y Frank Fertitta. A la larga White y los Fertitta se vuelven “adictos” al grappling (el jiu-jitsu brasileño, una de las bases de las MMA modernas). Entrenan con un ex peleador de la UFC, John Lewis, y “tratan de matarse unos a otros en el gimnasio de Fertitta Enterprises” tres o cuatro veces por semana, según White. A través de Lewis, White empieza a representar a algunos peleadores novatos de la UFC.

“Tuve una enorme disputa contractual con Bob Meyrowitz (el antiguo dueño) y un día él simplemente perdió la cabeza y empezó a gritar: ‘No hay más dinero. Ni siquiera sé si puedo organizar mi próximo evento’”, dice White. “Y después de colgar, pensé: ‘¡Dios mío!’. Llamé a Lorenzo y le dije: ‘Acabo de hablar con el dueño de la UFC, y creo que está en bancarrota. Creo que se acabó. Creo que podríamos comprar la compañía’”.

Los Fertitta compraron la UFC dos meses después por un precio de 2 millones de dólares. En enero de 2001, White asumió como presidente y director ejecutivo, con una participación en la empresa como comisión por haber identificado la oportunidad. En ese momento, la UFC no tenía nada, y White tuvo que reconstruir la organización prácticamente desde cero. Por suerte, contaba con dos aliados comprometidos: Rogan y Trump. White y Rogan, que había comentado peleas para la UFC como un trabajo secundario desde 1997, emprendieron una campaña mediática a nivel nacional.

Dana White, aquí junto a Ronaldo, ha sido la voz más importante en las MMA desde que tomó el mando
de la UFC. (Foto: Chris Unger/Zuffa LLC)

“Lo que ustedes [los fans del boxeo] no entienden es que su deporte está siendo devorado”, le grita Rogan al promotor del boxeo Lou DiBella en un programa mañanero de ESPN. “Está siendo devorado por un deporte más grande, más eficaz y más espectacular. Las personas famosas que tienen ahora son las únicas que existirán en el futuro del boxeo: los que ya eran famosos antes de que llegara la UFC. No habrá nuevos famosos. Todos se irán a las MMA”.

El boxeo, cabe agregar, aún existe. Pero hoy en día un aficionado casual es más propenso a ver a un youtuber peleando con una vieja estrella que una pelea por un título real. Rogan hizo una buena predicción y Trump, según me cuenta White, también vio el deporte por lo que podía llegar a ser. Trump siempre ha tenido olfato para lo que funciona bien en televisión.

“Nadie quería darle lugar para las peleas porque decían que es un deporte brutal, un poco rudo”, dijo Trump en la fiesta de la victoria electoral el año pasado, contando la historia de su primer encuentro antes de invitar a White al atril. “Yo le dije: ‘Este es el deporte más brutal que he visto’, y ahí nomás me empezó a gustar”.
White me cuenta: “Trump lo entendió. Piensa en dónde estaba la marca Trump y dónde estaba la marca UFC. No solo lo entendió, sino que también estuvo ahí. Estuvo ahí desde la primera pelea preliminar y se quedó hasta el final”.

En ese entonces, las MMA se veían como un espectáculo sangriento (“peleas de gallos humanas”, según el entonces senador John McCain) y eran objeto de una fuerte regulación que casi las llevó a desaparecer en muchos estados. Pero Trump vio algo en el deporte (o en White) y accedió a que el CEO organizara sus dos primeros eventos al mando de UFC en el Trump Taj Mahal de Atlantic City. White tenía un agresivo plan de negocios, reiniciando el lanzamiento de videos de los eventos y apostando fuerte por los eventos en vivo.
“El boxeo era Atlantic City, Las Vegas y, a veces, Nueva York y Los Ángeles. No viajaban por todos estos estados diferentes, pequeños pueblos y grandes ciudades”, dice White en el Peninsula, mientras termina su bife de chorizo. “Nosotros vamos literalmente a todas partes con la UFC. Y refinamos tanto el evento en vivo y lo hicimos tan bien (incluso en los primeros días, cuando no estaba al nivel de ahora) que nadie había visto algo así. Nunca salías de un evento en vivo de la UFC diciendo: ‘No quiero volver a ver esto nunca más’”.

Factor Esfera

Al día siguiente vuelo a Las Vegas, donde White se prepara para uno de sus mayores eventos en vivo hasta la fecha. El confusamente llamado “Riyadh Season Noche UFC” es una celebración parcialmente patrocinada por Arabia Saudita en honor a la independencia y la cultura mexicanas, realizada en el muy vanguardista anfiteatro Sphere de Las Vegas (White eligió el lugar después de que Tom Brady lo llevara allí por primera vez a ver un recital de U2). Es la primera pelea de MMA en la Sphere, y en total, le está costando a la UFC más de 20 millones de dólares. Me reúno con White en la sede corporativa de la UFC, ubicada en un distrito industrial al suroeste del Vegas Strip. White entra al vestíbulo, donde una fila de televisores muestra Judge Judy y ESPN sobre una pared llena de premios. White es calvo, mide poco menos de 1,80, y tiene la morfología corporal de una heladera pequeña: hombros anchos, los bíceps tensando las mangas cortas de la chomba, el pasito de los que conocen bien el concepto fisicoculturístico del “día de piernas”.

La UFC busca sacarle ventaja al éxito de la Noche UFC del año pasado, aprovechando su apasionada base de fans latinos con una cartelera (término para la lista de peleas de un evento) compuesta mayormente por peleadores mexicanos y centroamericanos. Aun así, es un riesgo: el lugar experimental y el enorme presupuesto complican el proceso muy minucioso de la compañía para organizar sus eventos en vivo.

“La producción que tenemos ahora nos ha llevado veinticinco años perfeccionarla y dejarla exactamente como queremos. Creo que es perfecta”, dice White. Pero esta semana es diferente. “No sabemos qué va a pasar. ¿Es una buena idea? Lo sabremos el sábado por la noche. Pero quería intentarlo, quería ser el primero, y aquí estamos”.

La previa de la Noche UFC es tan espectacular como se pueden imaginar. La atracción principal es el tan esperado campeonato de peso gallo entre el luchador georgiano Merab Dvalishvili y el actual campeón, “Suga” Sean O’Malley, un artista del nocaut con el cabello tornasolado y figura esbelta. Durante meses, ambos se provocaron mutuamente a través de las redes, para generar expectativa (Dvalishvili incluso contrató a un sorprendente doble de O’Malley para sus parodias en Instagram). La conferencia de prensa oficial se lleva a cabo en un escenario montado en el abrasador estacionamiento de la Sphere, junto a una zona de “experiencia para fans” donde se agrupa una multitud de jóvenes con remeras de básquet de “Suga” y gorras rosadas de regalo de Happy Dad (la marca que firmó contrato con Suga). Cuando O’Malley sube al escenario, sus seguidores se ponen absolutamente frenéticos: le gritan a Dvalishvili y abuchean a los fans georgianos entre la multitud. En persona, O’Malley es tranquilo y reflexivo: “Él [Dvalishvili] es bueno. Es grandioso. Es tan bueno como dice ser”, me dice antes de la conferencia. “Pero creo que yo soy mejor”.

En la experiencia para fans, conozco a un grupo de jóvenes latinos del Noroeste del Pacífico haciendo fila para usar una máquina de medir la fuerza del puño. Son fans acérrimos de la UFC, pero el estacionamiento es lo más cerca que estarán del evento principal. “Compramos vuelos [a Las Vegas] tan pronto como anunciaron la Noche”, me cuenta uno de ellos. Pero después se dieron cuenta de que las entradas, que empezaban arriba de 2000 dólares, estaban fuera de su presupuesto. Planean ver la pelea desde uno de los muchos bares del Strip.

Antes de que White tomara las riendas, la MMA se veía como un espectáculo sangriento, lo que casi la llevó a desaparecer en muchos estados. (Foto: Jeff Bottari/Zuffa LLC)

Finalmente, llega la noche de la pelea. El octágono se encuentra en el centro del escenario de la Sphere, con asientos en forma de anfiteatro elevándose hasta lo alto de la cúpula en un lado y una pantalla LED envolvente en el otro. Cuando comienza la cartelera principal, la propia Sphere se roba el espectáculo. Después de cada pelea, una serie de imágenes narra una historia: calurosas selvas mexicanas, pueblos y mercados, escenas de batalla y revolución, todo construyéndose hacia una ciudad futurista que imagina lo que México podría llegar a ser. Empiezo a entender adónde se fueron los 20 millones de dólares. Todo esto, para un deporte que comenzó en 1993 con un combate entre un kickboxer holandés de 90 kilos y un luchador de sumo hawaiano del doble de peso en una vieja cancha de hockey en Denver (el luchador de sumo perdió).

Dvalishvili entra con una canción folclórica georgiana, ciertamente atronadora, y luego sube al octágono con “Por Mi México”, de Lefty SM. La Sphere proyecta un holograma de cuatro pisos de él sobre la pantalla abovedada. O’Malley le sigue con “Superstar”, de Lupe Fiasco. La multitud enloquece, coreando “¡Su-ga! ¡Su-ga! ¡Su-ga!”. Se cierra la jaula. Comienza la pelea.

O’Malley es un striker, lo que se llama un peleador de pie: alto y ágil, baila sobre sus pies con golpes rápidos y patadas veloces. Pero esta noche se lo ve lento. Dvalishvili no es un luchador sutil. Es pequeño, rápido y muy, muy fuerte. Antes de que O’Malley pueda establecer su ritmo, Dvalishvili ya está sobre él. Golpe de derecha y lo tumba, control de espalda, control lateral aplastando el rostro de O’Malley contra la lona, y su cuerpo contra la jaula, drenando su energía y su voluntad. En cada uno de los cinco asaltos, cuando O’Malley empieza a mostrar destellos de su habitual creatividad y amenaza, Dvalishvili lo neutraliza. Los fans con las remeras de “Suga” guardan silencio o abuchean. Los georgianos se hacen cada vez más fuertes hasta que Dvalishvili es coronado nuevo campeón por decisión unánime.

No es, quizá, el mejor final desde el punto de vista de la UFC como empresa: O’Malley es una de sus mayores estrellas y sus fans, los que compran entradas y merchandising, acaban de verlo con la cara contra la lona durante veinticinco minutos seguidos. En la conferencia de prensa posterior a la pelea, bien pasada la medianoche, White es directo. “Te podés gastar 20 millones en producción, pero no podés controlar las peleas”, dice. “No me vuelve loco el tema”.

La voz más fuerte

White no controla lo que pasa dentro del octágono, pero antes de que el árbitro grite “¡Pelea!”, su palabra es esencialmente la única que importa. Cuando llegué a Las Vegas cinco días antes de la pelea en la Sphere, visité el UFC Apex, un edificio satélite cerca de la sede principal. Allí, un enorme kickboxer calvo apaleaba a un striker japonés mucho más pequeño. Era una de las varias peleas que White observa casi todos los martes por la noche como parte de su serie televisada Contender Series, una especie de circuito de pruebas de la UFC que se asemeja a un sangriento episodio de The Apprentice.

En el octágono del Apex, Yousri Belgaroui, el kickboxer tunecino-holandés, aprovechaba su alcance y estatura: golpes largos y rápidos que su oponente, Taiga Iwasaki, no lograba atravesar para cerrar la distancia (Belgaroui también le estaba metiendo los dedos en los ojos a Iwasaki de manera reiterada, lo que obligó al árbitro a descontarle un punto). Desde su asiento, White fruncía el ceño. Belgaroui mide 1,95 metros pero compite en la categoría de peso medio de la UFC, que permite un máximo de 84 kilos, lo que significa que sobrepasa en altura a la mayoría de sus oponentes. Debería haber acabado con este tipo rápidamente o enfrentarse a alguien de su propio tamaño. En el tercer round, optó por la primera opción: lanzó una rodilla voladora que conectó con fuerza con la mandíbula de Iwasaki, quien retrocedió tambaleante. Belgaroui lo persiguió y le clavó un derechazo al abdomen. Iwasaki se desplomó mientras Belgaroui lanzaba unos cuantos golpes descuidados que apenas rozaron la parte superior de su cabeza.

El jefe no estaba satisfecho. Por lo general, si un peleador gana una pelea en Contender Series, consigue su primer contrato real con la UFC. Pero no siempre es tan simple. White aumenta la tensión dramática, declarando si está “interesado” o “no interesado” en cada peleador durante una conferencia de prensa tras las peleas. Cuando llega el turno de Belgaroui, el veredicto es negativo.

“Era el favorito por 11 a 1 contra un tipo que aceptó la pelea con poco tiempo de preparación. Es un peso medio de 1,95 metros”, dice White ante el micrófono. “En lugar de cerrar las manos y usarlas para mantener la distancia o para acabar la pelea, le metió los dedos en los ojos. No me impresionó esta noche. No estoy interesado”.
El rostro de Belgaroui se ensombrece. Ganó, pero no fue suficiente.

Hacer que los números cierren

No sé qué va a pasar con Belgaroui. Es un peleador experimentado (8-3 como profesional en MMA, con un récord de 27-7 contra competidores de alto nivel en kickboxing antes de dar el salto al octágono). Pero sin la UFC, las opciones son limitadas. Eso refleja, brutalmente, todo lo que se necesita para siquiera tener una oportunidad en Contender Series. En todo el país, los peleadores sudan, vomitan y sangran en un interminable esfuerzo de entrenamiento de alto impacto para la escasa oportunidad de llegar a ganar dinero real. La UFC, ONE, PFL y Bellator ofrecen contratos que, incluyendo sponsors y colaboraciones en redes sociales, pueden llegar a una especie de salario digno: por ejemplo, tres peleas al año con cifras en los cinco dígitos, más dinero extra por marketing online. Los peleadores más grandes ganan cientos de miles, si no millones, por pelea. Pero son una excepción. El resto, la gran mayoría, son laburantes como vos y como yo, que tienen un trabajo durante el día y luchan por llegar a fin de mes. Pero cuando la jornada laboral termina, los aspirantes a luchadores de MMA vuelven al gimnasio.

Para saber cómo es, tenés que entender qué se siente recibir un golpe en la cara. El dolor es fácil de imaginar: un golpe agudo mientras tu cerebro tiembla dentro de tu cráneo. Los ojos se llenan de lágrimas, y tanto el olfato como el sabor a cobre invaden la parte trasera de tu nariz y garganta. Duele, sí, pero también hay una sensación inmediata de deshonra. Te hace enojar, te asusta y te avergüenza (otra persona te golpeó y no la pudiste parar). Un golpe te roba el orgullo y la confianza, y si recibís suficientes, incluso te robará la cordura. Ser golpeado de manera fuerte da una sensación horrible. Hacerle eso a otra persona, sin embargo, es una de las mejores sensaciones del mundo.

En cualquier competencia amateur o profesional de bajo nivel de MMA en Estados Unidos hay personas que experimentan los dos lados del mostrador casi al mismo tiempo. Unas semanas después de regresar a Nueva York desde Las Vegas, tomo el tren hacia un club nocturno en Queens llamado Amazura, donde tiene lugar una competencia local llamada Flex Fight Series. Su cartelera suele ofrecer una mezcla de kickboxing y combates de MMA, con peleas tanto profesionales como amateur en la misma lista. Generalmente hay dos tipos de peleadores en estos combates: los que se meten más adentro y más fuerte cuando los golpean en la cara, y los que se salen. Los primeros, en la mayoría de los casos, son mejores peleadores (yo peleé lo suficiente para saber que soy del segundo tipo). Nadie quiere ser golpeado en la cara, pero a medida que la noche avanza en Amazura, son más y más los peleadores que parecen ser de los “que se meten”. A mitad de la noche, subo al área VIP del club, que ha sido reutilizada como área de calentamiento para los peleadores. El lugar está lleno de peleadores delgados, que huelen a Tiger Balm y a sudor. Hay un tipo saltando la cuerda en una esquina, y otro que golpea los pads con su entrenador. La zona del bar fue tomada por el chico de los guantes, que entrega el equipo (guantes de boxeo para kickboxing, guantes 4 onzas sin dedos para MMA). Entablo una conversación con Elias Aminov, que tiene 23 años, mide 1,85, pesa 77 kilos, y está invicto en la competencia amateur con un récord de 4-0. Las cuatro peleas previas terminaron en el primer round, tres por forzar una rendición rápida mediante llaves (también conocidas como “sumisiones”) y una por nocaut técnico.

Los peleadores más importantes ganan cientos de miles. Pero la gran mayoría son laburantes con otros trabajos, que luchan por llegar a fin de mes. (Foto: Chris Unger/Zuffa LLC via Getty Images)

Esta noche, Aminov pelea por su primer cinturón: el título amateur de peso welter de la Flex Fight Series. Su oponente, Randy Mendez, es más bajo y más fuerte, y comienza rápido, conectando un jab. Mendez logra un derribo, pero pierde la posición. En el segundo round, Mendez conecta con un fuerte gancho derecho que derriba a Aminov, pero Aminov se recupera rápidamente, casi desgarrando la articulación del codo de Mendez con una “llave de brazo”. En el tercer round, Aminov casi consigue una “llave de pierna”, pero la tibia de Mendez está tan resbalosa con sudor y sangre que no puede terminarla. Las peleas amateur son rápidas: tres rondas de tres minutos. Aminov gana por una controvertida decisión dividida.

Unas semanas después, paso por el gimnasio de Aminov en el centro de Manhattan. Entrena bajo la dirección de un entrenador de grappling, él mismo exprofesional, Andy Jimenez. Jimenez es un hombre tranquilo y amigable que inmediatamente me dice que me ponga el equipo y me meta a tirar un par de los ejercicios con Aminov. “Me gusta dejar que los peleadores sean ellos mismos”, dice.

Aminov está volviendo al entrenamiento normal, después de su pelea. Hacemos sparring durante un par de rondas. Va sobrado conmigo: es astuto con la patada alta izquierda y tiene un largo jab de peleador alto que me atraviesa la guardia más de una vez. Cuando te movés con un peleador en el gimnasio, sus ojos están muertos hasta que te golpea. Es desconcertante intentar golpear a alguien que parece aburrido, pero es aún más aterrador cuando sus ojos se iluminan después de haberte tocado con un golpe. Y aunque todos juegan a ser amables, siempre hay una posibilidad de sangre: en un entrenamiento, Aminov recibe un cabezazo accidental que le abre la piel sobre el ojo derecho.

“Entrenador, ¿cree que esto necesita puntos?”, pregunta Aminov mostrando la herida. Jimenez hace una mueca. “No sé, amigo … creo que necesita algo que lo deje cerrado”. Aminov putea. Buscamos el lugar más cercano para ir, pero ya son casi las 10 de la noche, y todo está cerrado. “¿No tenés a alguien que pueda hacer ese tipo de cosas… una novia enfermera o algo así?”, le pregunta Jimenez. Aminov se ríe y niega con la cabeza. Al menos tiene seguro médico, algo de lo que muchos peleadores carecen.

Así es el día a día. Los peleadores soportan el dolor constante durante años antes de ver un mango. No existen equipos de MMA en las escuelas, ni lujosos programas deportivos universitarios que proporcionen entrenamiento, cobertura médica e instalaciones de trabajo de última generación. Los peleadores llegan a este deporte porque entran en un gimnasio y ya no quieren irse, porque no tuvieron éxito en esos deportes universitarios de élite, o porque se estaban metiendo en demasiadas peleas en la calle y pensaron que entrenar sería más fácil que ir a la cárcel. No existe una vía directa a lo profesional: solo esfuerzo, esfuerzo y esfuerzo.
La gran mayoría de los peleadores son hombres. White, durante años, se resistió a incluir a las mujeres en la UFC, pero cedió en 2013 gracias al poder de estrellas como Ronda Rousey, una peleadora rubia y fotogénica que ganó el bronce en judo en los Juegos Olímpicos de 2008. Después de eso, el juego femenino creció rápidamente. En 2014, conocí a una peleadora llamada Erin Blanchfield, una prodigio del grappling de 15 años de edad que ya entrenaba con peleadoras adultas. Ahora es la número tres en la división mosca de la UFC, a un paso de competir por el cinturón, y un testimonio de lo lejos que llegó el deporte en esos diez años. “Las chicas del gimnasio de jiu-jitsu, cuando me ven, puedo ver cómo se les abren los ojos. Recuerdo ser esa chica mirando a los peleadores”, me cuenta Blanchfield. “Las mujeres antes que nosotras no tenían a quién admirar”.

Una peleadora como Blanchfield tiene una especie de colchón: un lugar en el top cinco, sponsors regulares, alta posición en las carteleras y suficiente poder de estrella como para reclamar mejores premios. Pero para llegar a ese punto, un peleador tiene que abrirse paso en promociones más pequeñas, esperando que White o algún otro scout de la UFC lo descubra.

Aminov espera dar el salto al profesionalismo después de su próxima pelea, ya sea quedándose con Flex o saltando a una promoción más grande como Legacy Fighting Alliance de Texas o Cage Fury Fighting Championship, del nordeste. Ahí, los profesionales pueden esperar un par de miles de dólares por pelea, tal vez el doble si ganan. En la UFC, no mejora mucho: el contrato más común de un peleador nuevo es a menudo de “10 y 10”, o sea 10 mil dólares por pelea, y otros 10 mil si ganan. Eso es un paso adelante desde las promociones regionales. Pero si te ponés a pensar que los peleadores pelean, como mucho, cuatro veces al año, ves que no se traduce en mucho, ni siquiera si ganan. La semana antes de irme a Las Vegas, se supo que una peleadora venezolana de la Contender Series no tenía dinero para comprar comida, a menos de una semana de competir.

La UFC intervino para ayudarla. Al final ganó la pelea, con un nocaut espectacular que impresionó enormemente a White y le valió un contrato inmediato con la UFC y un bono de la mano del jefe. “Ahora sí, no estás más en la lona”, dijo White después de la pelea.

White y muchos peleadores ven todo esto como una historia de éxito: atletas dedicados que aprovechan al máximo una oportunidad única en la vida. Pero está claro que, en este sistema, el favor de White puede ser la moneda más valiosa.

“Él es el tipo de persona que tenés que encarar con mucha confianza, con descaro inclusive. Tiene que verte con ganas. Si alguien sale y pelea con todo, te recompensa por ello”, me cuenta Julianna Peña, la actual campeona de peso gallo femenino (se dice que su última pelea le reportó alrededor de medio millón de dólares). “No hubo un día en el que no me haya dado todo lo que necesitaba”.

Peña es una peleadora brillante e intensamente dedicada, que consiguió el título en una victoria sorpresiva contra Amanda Nunes, una de las mejores peleadoras de la historia. Pero por cada bono que White paga, por cada nuevo campeón coronado, hay docenas de otros peleadores que solo reciben su cheque mínimo y tratan de hacerlo durar hasta la próxima oportunidad de impresionar al jefe. “No me vas a ver por ahí discutiendo sobre la paga y todo eso, porque no me importa”, me dice White. “Sé lo que estamos haciendo. Sé cuántas vidas hemos cambiado, y sé con certeza que hemos construido la estructura salarial correcta para construir un negocio, hacerlo crecer, y poder reinvertir en el negocio”.

La UFC (y White) han construido este negocio como una versión sangrienta del sueño americano: que cualquier pelea podría ser tu nocaut épico, tu gran oportunidad. Y que cualquiera, incluso una inmigrante venezolana que no puede comprar la comida de la semana, puede llegar a la oportunidad de luchar por el título algún día, si trabaja lo suficientemente duro, transpira lo suficiente y sangra lo suficiente. El listado de la UFC está lleno de testimonios así: peleadores que vienen de la nada y logran todo. Se proyecta que la empresa matriz de la UFC generará alrededor de 2.75 mil millones de dólares en 2024. Qué parte de los ingresos de la UFC se destina a los peleadores no está claro, pero informes previos basados en documentos judiciales muestran que se mantiene cerca del 20 por ciento. En la NFL, la NBA y la MLB, esa participación en los ingresos es más cercana al 50 por ciento.

Me cuesta conciliar este sistema brutal y despiadado con un deporte que pide todo de sus atletas. Aunque la UFC nunca ha tenido una muerte o una lesión grave en la jaula, el daño que un peleador recibe a lo largo de su carrera se va acumulando. Una encuesta de 2020 en The Athletic reveló que más del 55 por ciento de los peleadores esperan que sus vidas después de retirarse se vean afectadas por lesiones, y el espectro del trastorno cerebral progresivo se considera casi como un hecho por todos los que viven de sus puños.

Cuando un atleta deja la jaula por última vez, su destino queda completamente en sus manos. White señala que los expeleadores encuentran oportunidades de convertirse en comentaristas de la UFC y hacer encuentros pagos con fans en los eventos. “Creeme”, dice White, “hacemos más que todos los demás. Lo digo todo el tiempo: No es un trabajo, es una oportunidad”. Los peleadores con los que hablo admiten los fallos del sistema, pero se muestran reacios a considerar cualquier cambio generalizado. El esfuerzo es el esfuerzo. Si llegás a la cima, nadie puede decir que no te lo ganaste. “Es como dicen”, me cuenta Aminov después del entrenamiento, con la ceja todavía cargada de sangre fresca. “Comés lo que matás”.

Un gancho de derecha

Aminov y yo no hablamos mucho de política (no me interesa mucho lo que piensa, y a él no le interesa lo que yo pienso). Pero debo decir que los gimnasios de MMA son algunos de los lugares más tolerantes en los que he estado: si llegás a trabajar y respetás a tus compañeros de entrenamiento, la mayoría de los demás aspectos de tu identidad serán prácticamente ignorados. Dicho eso, tampoco se puede negar que en los últimos años la cultura del deporte en su conjunto dio un giro drástico y alarmante hacia la extrema derecha.

El deporte probablemente siempre fue muy de derecha”, me dice Luke Thomas, veterano comentarista y podcaster de MMA. Las MMA son un deporte brutal e individualista, y orientar tu vida alrededor de la violencia puede llevarte a ver el mundo en términos absolutos y severos. Pero a principios de los años 2000, según Thomas, esas actitudes se mantenían más ocultas, cuando la UFC estaba “buscando atraer al público mainstream”.

En los años posteriores a la primera elección de Trump en 2016, y particularmente desde la pandemia de Covid-19, hubo como un destape. “Ahora este ambiente es expresamente de derecha”, dice Thomas. “La base de fans y el deporte en general se han homogeneizado ideológicamente”.

La unión entre la UFC y lo que se convertiría en el movimiento MAGA comenzó en 2015. Desde las primeras peleas en el Taj Mahal, White y Trump estuvieron en contacto. Trump dejaba en claro, siempre que podía, que le estaba prestando mucha atención a la UFC. “Hubo un artículo en The New York Times sobre la UFC, que Trump ponderó en estos términos: ‘Felicidades, Dana, siempre supe que llegarías lejos’”, me dice White. “Cosas así llegaban a la oficina”. Su relación era amigable pero no cercana, hasta que White tuvo la oportunidad de apoyar a Trump de la misma manera que Trump lo había apoyado a él en el Taj Mahal.

“Me llamó por teléfono y me dijo: ‘Si no querés hacerlo, lo entiendo perfecto. Pero me sentiría honrado si hablaras en la convención republicana. Voy a postularme para presidente’”, cuenta White. “Y todos (todos) me dijeron que no lo hiciera. Pero ya sabés cómo es, él fue bueno conmigo. No iba a decir que no”.

Desde entonces, la lealtad mutua entre White y Trump no paró de crecer. Cenan juntos cuando pueden y hablan por teléfono con frecuencia. “A él no le gusta FaceTime”, dice White, que también es cercano a varios otros miembros de la familia Trump, incluyendo a Ivanka y a Jared Kushner. El año pasado, White tomó un papel aún más activo en la órbita de Trump, abogando para que el candidato presidencial se relacionara con el imperio de los nuevos medios de comunicación como los podcasts, los humoristas y los youtubers que hicieron que los números del presidente se dispararan entre los hombres jóvenes.

Una victoria política

Tiene sentido, por supuesto, que White y Trump sean amigos. White maneja la UFC de la misma manera que Trump maneja el país: de arriba hacia abajo, con un control estricto, con una mano cálida hacia aquellos que son leales y un gesto embrutecido hacia los detractores y hacia aquellos que desafían su autoridad. White es notoriamente conocido por atacar a los luchadores, periodistas y jueces durante las conferencias de prensa. Y la historia de la UFC está llena de disputas de alto perfil entre el CEO y algunas de sus estrellas.

Una de estas estrellas, Francis Ngannou, es quizás el único exluchador que ha enfrentado cara a cara al jefe y ha ganado. Ngannou, un inmigrante camerunés que comenzó en las MMA después de vivir en las calles de París, abrió su camino a través de la división peso pesado de la UFC a finales de los años 2010, obteniendo el campeonato indiscutido en 2021. Pero después de una sola defensa de su título, las negociaciones de su contrato se vinieron abajo. Ngannou dice que presionó a la UFC para que les otorgara a sus luchadores seguro médico, más oportunidades de conseguir sponsors personales y la posibilidad de contar con un representante en las reuniones con la compañía.

“No hay reglas [en las MMA] para proteger a los luchadores, porque puede haber cientos a tu alrededor, pero siempre vas a estar negociando a título individual con esta gran organización”, dice Ngannou por Zoom desde París. “No tenés ningún poder … no como en otros deportes donde hace mucho tiempo los jugadores tienen un sindicato que los protege. Yo fui muy violentado en ese [contrato de la UFC]. Me sentía desempoderado, no tenía voz. Del otro lado hay un tipo que es juez y parte. Él decide qué pasa”.

Hunter Campbell, el director de negocios de la UFC, afirma que Ngannou se fue después de negarse a aceptar los términos para una pelea con el invicto peso pesado Jon Jones. “Francis Ngannou planteó públicamente temas como el seguro de salud como un punto de discusión para él, intentando cambiar la narrativa”, dice Campbell. “Traté con Francis extensamente, y es mi opinión que siempre estuvo más preocupado por su propia situación personal”.

Unos meses después, Ngannou firmó un nuevo contrato con una competencia rival emergente: la Professional Fighters League (PFL). Ngannou me dice que la PFL lo encaró con un contrato que aceptó al instante, incluido un monto mínimo para su oponente. Se informó que su propia ganancia fue superior a los 8 millones de dólares para su primera pelea con la PFL.

A diferencia de la estructura ad hoc de la UFC, los luchadores regulares de la PFL compiten en un torneo anual con un premio de 500 mil dólares para el ganador. El presidente de la PFL, el inversionista (y veterano de la era punto com) Donn Davis, afirma que esta estructura les otorga más poder a los propios luchadores. “Me gusta que el atleta esté al mando”, me dice Davis. “Acá nadie maneja los hilos, nadie está jugando al caballito ganador”.
La referencia al caballito ganador parece ser una referencia a White. Cuando se lo menciono, White responde: “¿Quién diablos es Donn Davis?”.

Dentro de la UFC, White tiene a sus peleadores, por los que él mismo ha luchado una y otra vez. Uno de esos peleadores es Jones, el actual campeón peso pesado de la UFC, que encabeza el evento en el Madison Square Garden a mediados de noviembre. Jones, ahora de 37 años, ha tenido múltiples arrestos y varios positivos en antidopping: el título le fue retirado, lleva varias lesiones acumuladas y años sin pelear. Él y White han tenido diferencias públicas, pero Jones me dice que, detrás de cámara, White siempre ha estado con él. Para promocionar esta pelea, White hizo pública esa lealtad y calificó a Jones como el “mejor de todos los tiempos, libra por libra”. Fue tan insistente que la frase se convirtió en un meme entre los fans.

La mayoría de los fans no está de acuerdo con el matchup en el Garden. Actualmente, la división peso pesado de la UFC tiene un campeón interino, un gigante inglés educado pero no suave llamado Tom Aspinall, que mantuvo el cinturón caliente mientras Jones se recuperaba de sus lesiones. Normalmente, un campeón interino tendría la oportunidad de unificar los cinturones cuando el campeón se recupere, pero en cambio, Jones ha evitado a Aspinall hasta ahora en favor de pelear con Stipe Miocic, un legendario pero envejecido peso pesado que no ha pisado la jaula en casi cuatro años. A pesar de que Jones pesa quince kilos más que en su mejor momento, sigue siendo aterrador: un atleta de un talento épico, que pelea con una brutalidad sorprendente. Liberará esa brutalidad sobre Miocic, de 42 años, que fuera de la jaula trabaja como bombero. Esta no es la pelea que los fans quieren, igual: es la que Jones quiere y, como es el protegido de White, tiene lo que quiere.

“Está bueno tener un cierto control sobre la forma en que termina mi historia”, me dice Jones tras bastidores en el Madison Square Garden. “Muchas veces, ves a los atletas que se quedan demasiado tiempo, y muchas veces los fans los recuerdan por la versión vieja de ellos mismos en lugar de por su mejor momento. No quiero ser recordado por mi caída”.

La vuelta olímpica

En el Garden hay mucho que será recordado: Jones, Miocic, Chandler y Oliveira son grandes figuras por derecho propio. Pero esta noche comparten el escenario con el mayor atractivo que la UFC podría lograr: el flamante presidente electo Donald Trump. Trump llega justo al inicio de la cartelera principal y entra al recinto como un luchador. White lo acompaña en la salida. Su canción de entrada, “American Badass” de Kid Rock, retumba en el recinto. “Ojalá las personas en casa pudieran escuchar el sonido que hay aquí”, exclama Rogan en el streaming oficial del evento. Los vítores suben y bajan como las olas mientras Trump saluda a la mesa de anunciantes de la UFC y a la sección VIP. El propio Kid Rock está allí, al igual que Elon Musk, el posible secretario de salud Robert F. Kennedy Jr., la posible directora de Inteligencia Nacional Tulsi Gabbard, el copresidente del Departamento de Eficiencia Gubernamental Vivek Ramaswamy, el presidente de la Cámara de Representantes Mike Johnson, algunos de los hijos de Trump… en definitiva, es la vuelta olímpica del vencedor. Las pantallas gigantes sobre el octágono reproducen un video de Trump y el vicepresidente electo JD Vance en campaña. “Dios me salvó la vida por una razón”, dice un clip de Trump, “para restaurar la grandeza de Estados Unidos”. El ruido de la multitud es ensordecedor. “Siempre es muy ruidoso cuando él entra, pero ¿ahora que ha ganado? ¿Ahora que es presidente otra vez?”, dice un eufórico Rogan en su transmisión.

Me mezclo un rato con la multitud. “Él sale como un luchador, es lo más grande que hay”, me dice un joven de veintinueve años con cara de nene llamado Jonathan, con una gorra roja brillante. “Le llega a mucha gente que está sufriendo”, dice su amigo Ethan. “Cuando ven a una figura así de fuerte, les da un sentido de esperanza”. Jonathan y Ethan son canadienses pero aman a Trump.

Las peleas vuelven a empezar. La multitud estalla en cánticos de “¡Estados Unidos! ¡Estados Unidos!”, cada pocos minutos. La energía se mantiene durante todo el evento, hasta la pelea principal, pasando por el salvaje enfrentamiento entre Oliveira y Chandler.

La pelea entre Jones y Miocic transcurre tal como todos esperaban. Miocic da pelea, pero está claramente desbordado desde el primer round. En el tercero, Jones termina la pelea de manera espectacular: una devastadora patada giratoria que golpea a Miocic tan fuerte en las costillas flotantes que se desploma, toda la fuerza y la pelea se le van con el impacto del talón de un hombre furioso. Jones camina con calma hacia el centro de la jaula, moviendo las caderas y los brazos imitando el característico baile de Trump. White le lleva el cinturón, una correa de cuero y oro brillante del tamaño de una patineta. Jones se lo presenta a Trump. Rogan se acerca después de las entrevistas post pelea. Miocic, en silencio, anuncia su retiro.

El recinto se vacía rápidamente. Afuera, trato de hablar con un grupo de personas de gorrita roja pero todos están demasiado borrachos como para decirme algo que valga la pena escribir. “Las MMA son increíbles”, es todo lo que recibo cuando le pregunto a un tipo por qué le gusta este deporte.

Se estima que la empresa matriz de la UFC generó alrededor de 2.75 mil millones de dólares en 2024. (Foto: Natalie Keyssar)

La pregunta, entonces, es hasta dónde puede llegar White con esta movida. ¿Hasta dónde puede llegar este nuevo Estados Unidos? ¿Cuánto dura esta pelea? “A corto y mediano plazo, este es absolutamente el deporte del momento”, me dice Thomas, el comentarista de MMA de larga trayectoria. “Pero han atado su fortuna tan abiertamente a la identidad política y el movimiento de un solo hombre… Tengo la sensación de que no va a durar para siempre”.

Thomas dice que hay otras líneas de fractura aparte de la política: el aumento de los precios de las entradas, que obligó a esos chicos de Las Vegas a verla desde afuera, una sobrecarga de eventos pagos que vacían los bolsillos de los fans, la posibilidad de una competencia estancada mientras la empresa prioriza su marca por encima del talento. Pero las aguas están tan altas en este momento, que es difícil decir si alguna de esas cosas forma grietas significativas.

En el tren de regreso a casa, me pongo a hablar con dos chicos llamados Kay y Gage, que están sobrios pero todavía vibrando con la energía de la pelea. Son de la Marina, vienen de visita desde San Diego, y han estado siguiendo este deporte durante años. “Son las peleas de los luchadores que corren desde atrás las que realmente te emocionan”, dice Kay, enumerando una lista de sorpresas pasadas de la UFC. Ninguno de los dos lleva gorra roja. No están gritando cosas sobre los Nelk Boys ni sobre Elon Musk. Vinieron y pagaron 1100 dólares cada uno para ver a dos hombres golpearse entre sí en una jaula, porque las historias de los luchadores que corren desde atrás son lo que los entusiasma. Cuando el presidente electo apareció, Gage dice: “Fue como una confirmación de que esto es lo que la gente de Estados Unidos quiere”. “Esta cultura, este movimiento”, dice Kay, “se resiste a que le digan que no”.

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