Martín Cisneros tenía 30 años cuando con un grupo de amigos decidió ir el 30 de diciembre de 2004 a ver la tercera fecha consecutiva de Callejeros en República Cromañón. Fanático de San Lorenzo, vivía en Paso del Rey, oeste de la provincia de Buenos Aires, con su hijo Nahuel, de 6 años, y su mujer Claudia Perla, de 24. Había estado también las fechas anteriores, el 28 y 29 de diciembre, entonces cuando el incendio de la media sombra lo encontró cerca de una de las barras en las que se servían bebidas, sabía que, si lograba saltar el mostrador, en pocos segundos podía llegar a las puertas que daban a la calle Bartolomé Mitre. Salió a la vereda y logró respirar una bocanada de aire puro, pero mientras intentaba recuperarse recordó que adentro del boliche seguramente seguían sus amigos. No tardó más de unos minutos en volver a ingresar en varias oportunidades y rescatar a desconocidos que pedían auxilio entre gritos desesperados.
Esa misma noche, Martín recorrió los alrededores de Cromañón averiguando la suerte que había corrido su grupo de amigos y, por la mañana, temprano, intentó regresar a su casa en el ferrocarril Sarmiento. Pero cuando llegó a la primera estación sintió que el pecho se le cerraba, le faltaba el aire, y tuvo que ser trasladado de urgencia al hospital Durand. “Estuvo varias semanas internado, pero pudo zafar”, dice Javier Karlen, amigo de Cisneros y sobreviviente de Cromañón. “A los tres meses nos volvimos a cruzar en una marcha que se realizaba en la Plaza de Tapiales y noté que casi no podía caminar, se movía lento, andaba encorvado. A Cromañón fue Martín y parecía que hubiese vuelto otra persona. Sin embargo, con el tiempo pudo recuperarse. Siempre fue el primero para las bromas y todo tipo de jodas. Nunca nos dejó ver un toque de tristeza, pero se ve que el proceso iba por dentro porque a pocos días de cumplirse el 10º aniversario de Cromañón decidió quitarse la vida”.
Cada vez que necesitaba asistencia terapéutica, Martín debía viajar dos horas hasta el Hospital Alvear, el único que en un comienzo atendía a los sobrevivientes en emergencias de salud mental. Y, al llegar, muchas veces le informaban que no tenían turnos disponibles y lo mandaban de regreso a su casa.
Sus amigos más cercanos y familiares dicen que, después de la noche del 30 de diciembre de 2004, Martín cambió. Se encerraba durante días en su casa y le costaba dormir. Parecía perdido. Comenzó a tomar antidepresivos y ansiolíticos, pero al mes abandonó la medicación porque no se sentía bien tomando fármacos y pensaba que no eran necesarios. Todos los años, cuando se acercaba un nuevo aniversario de Cromañón, se angustiaba y lloraba. “Algunos sobrevivientes creemos que estamos salvados, pero todavía estamos verdes. La muerte de Martín me volvió a 2004”, dice desde Córdoba su amigo Karlen.
Si bien no existen números oficiales –algunos padres pidieron a las organizaciones de sobrevivientes que el suicidio de sus hijos no se diera a conocer públicamente o fuera registrado en algún padrón–, se estima por los casos que trascendieron en los medios de comunicación que, de los más de tres mil sobrevivientes de Cromañón, al menos 17 se quitaron la vida. Algunos de ellos, después de varios intentos previos o pedidos de ayuda que nadie oyó.
Estrés postraumático, encierro, desesperación, problemas nerviosos y respiratorios, angustia, depresión, nictofobia –miedo a la oscuridad que produce la necesidad de dormir con la luz encendida–, volver al incendio del 30 de diciembre de 2004 como un acto reflejo. Estos son solo algunos de los síntomas que presentaron los sobrevivientes a lo largo de casi 20 años.
En noviembre de 2007, a casi tres años de la masacre, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires sancionó el Programa Permanente de Damnificados por la Tragedia de Cromañón, a cargo del Ministerio de Salud de la Ciudad, al que acudieron en busca de ayuda psicológica cerca de 200 sobrevivientes que por problemas económicos no podían hacerlo de forma privada. Pero las quejas de algunas ONG que agrupaban familiares de víctimas y sobrevivientes no tardaron en llegar: “La atención es deficiente y los turnos no son inmediatos”.
Karlen recuerda que nadie hacía un seguimiento de los casos: “Pasaban dos semanas en las que te sentías un poco mejor y te dabas el alta solo. A nadie le importaba demasiado lo que pasaba con nosotros. Después ocurría que en muchos casos venía la recaída”.
Ante la gran demanda de atención terapéutica, la escasa cantidad de personal profesional de salud mental destinado a la atención de sobrevivientes y la falta de coordinación entre la Ciudad y Nación para que se produjera en centros médicos cercanos al domicilio de cada paciente, la deserción de los procesos de terapia se aceleró en pocos meses.
“Recibimos de parte de la Ciudad un tratamiento paliativo, sin asumir su responsabilidad en los hechos, determinando que el rol del Estado era acompañar las consecuencias inmediatas, desconociendo el estrés posttraumático, y que le corresponde asumirlas solidariamente, negando su responsabilidad en los hechos”, dice Nicolás Pappolla, integrante de la organización de sobrevivientes de Cromañón El Camino es Cultural.
“Los resultados de esta política nunca pueden ser buenos: aíslan a las víctimas a su dimensión singular y subjetiva, el sufrimiento expresado en el trauma queda relegado a su propia individualidad. Ese creo que es, en términos políticos, el mayor problema que nos trajo el poco acompañamiento del Gobierno de la Ciudad en materia de salud mental. El resultado más triste de esta planificación política se ve reflejado en la cantidad de suicidios”.
Recién en 2015, ante varios casos de suicidios denunciados en medios de comunicación, los ministerios nacionales de Justicia y Derechos Humanos y de Salud firmaron un convenio para que sobrevivientes y familiares de víctimas reciban una atención integral en hospitales públicos porteños y bonaerenses. “Cromañón es parte de la agenda nacional”, dijo en la conferencia de prensa el entonces ministro de Salud Daniel Gollán.
“A raíz del suicidio de Cisneros en 2015 y ante la falta de respuesta de la Ciudad, entre varios sobrevivientes y con el acompañamiento de la Subsecretaría de Juventud de la Nación fuimos a pedirle ayuda al Estado Nacional. De allí surgió la firma del convenio de atención a víctimas de Cromañón en el centro Fernando Ulloa, que depende de la Secretaria de Derechos Humanos de la Nación”, dice Pappolla. “Por un lado, por primera vez en once años, el Estado Nacional asumía de alguna forma su responsabilidad en los hechos y por el otro Cromañón lograba ser abordado no solo desde la salud mental, sino también desde la perspectiva de los derechos humanos”.
La creación de un área de vulnerabilidad específica para la “Tragedia de Cromañón” quedó en manos del Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos Dr. Fernando Ulloa, creado en 2006 bajo dependencia del Ministerio de Justicia de la Nación. “El trabajo con las víctimas de Cromañón a partir del Centro Ulloa se dio en función de que distintos grupos de sobrevivientes y familiares venían reclamando la necesidad de construir un espacio de asistencia y acompañamiento acorde a la magnitud de la situación que habían vivido, por el impacto traumático que había tenido el incendio”, explicó la exdirectora Julieta Calmels en una entrevista de 2019.
Pero en 2016, con la llegada del entonces presidente Mauricio Macri al poder y la decisión de achicar el Estado, el Ulloa sufrió un desguace: parte de los profesionales de salud fueron despedidos y mermó la calidad de atención. “Se terminó confirmando el temor inicial de que el gobierno nacional dejara abandonados a los sobrevivientes”, explicó Calmels. “Por lo que tuve conocimiento en ese tiempo ya desde fuera de mi función, lentamente se fue desarmando todo lo que con muchísimo trabajo y esfuerzo habíamos construido, que era esta red de asistencia en el sistema público. Esto implicó construir un mapa georreferencial de los sobrevivientes y, en función de eso, en qué regiones se necesitaba la atención, un seguimiento de los casos y un trabajo con efectores de salud de cada región. No hubo ninguna política institucional más de sostén de esa red. Se fue abandonando toda la política de asistencia”.
“Como sobreviviente, me enteré hace pocos días por medio de un conocido de la existencia de un programa de salud mental a cargo del Ulloa. Nadie se comunicó conmigo para decirme que existía”, dice Karlen. “La desinformación es total”.
Para muchos sobrevivientes, las fallas en el sistema de atención de salud mental de parte del Estado comenzaron desde el primer minuto de la tragedia. Alrededor de las 23 del 30 de diciembre de 2004, cuando se dieron a conocer las primeras noticias sobre el incendio producido en Cromañón, los familiares de los asistentes al boliche empezaron a agruparse sobre la calle Bartolomé Mitre, a pocos metros de la estación, en busca de información. Un equipo de psicólogos del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires se hizo presente y ante la necesidad de algún tipo de asistencia, los sobrevivientes que salían del boliche en estado de shock o los padres que se angustiaban ante la falta de precisiones sobre el paradero de sus hijos debían llenar previamente un formulario para ser derivados a algún centro de atención.
“Eso de los formularios era como un modo medio milico”, dice el reconocido psicólogo, músico y escritor Fabio Lacolla, que llegó unos pocos minutos después del incendio, autoconvocado por su compromiso con la asistencia terapéutica comunitaria y social. “Le pedían nombre, apellido, domicilio y número de documento a un padre que acaba de morir su hijo o a un pibe que acaba de zafar de la muerte a la salida del boliche. Protocolo mata empatía, anula la cercanía y pone distancia. A la receta si no le ponés el cuerpo te puede salir un desastre. Inclusive en una situación de shock lo que primero se pierde es la palabra, te quedás mudo, ahí tenés que trabajar con el cuerpo. Entonces de pronto venía alguien y te preguntaba y le decías cualquier cosa. Había un conjunto de miradas perdidas. Vi a profesionales con los formularios, pero también he visto a muchos profesionales quebrarse, diciendo que no podían lidiar con lo que estaba pasando en el momento. Era una situación difícil”.
Integrante por aquel entonces del equipo de terapeutas del prestigioso psicólogo social Alfredo Moffatt, Lacolla dice que llegó solo hasta la puerta de Cromañón y recuerda que fue muy difícil ponerse en el rol para acercarse a contener o acompañar a los que lo necesitaban. “Me costó muchos minutos recuperarme del estado de shock. Lo que más me impactó fue el silencio, que duraba muy poco, porque enseguida empezaban los gritos”, recuerda Lacolla. “Pero cuando volvía a producirse ese silencio, era desgarrador. Seguramente había muchos profesionales de la salud que hubiesen preferido estar en otro lado”.
Lo ocurrido aquella noche en Cromañón tocó de cerca a Lacolla no solo en su rol como profesional de la salud mental, sino también como músico. “Siempre digo a modo de metáfora que el rock después de Cromañón sufrió un ACV y hoy algunas secuelas quedaron. Fuimos muchos los músicos que después de ese 2004 no podíamos tocar. Incluso, en algunos lugares no se podía aplaudir o bailar. Después de Cromañón se activaron otros protocolos que deberían haber comenzado a implementarse mucho antes, pero se pasaron al otro extremo”.
Durante estos casi 20 años que se cumplirán el 30 de diciembre, Lacolla dice que no dejó de atender a sobrevivientes con los que incluso llegó a construir una plaza en La Matanza. “Mi trabajo con Ojos Locos –banda que abrió el show de Callejeros esa noche en Cromañón- ya se transformó en casi 20 años de amistad, somos como familia. Cromañón forma parte de la memoria colectiva de nuestro país y todo lo que podamos hacer ahora va a servir para el futuro”.
Ante la falta de respuestas y las falencias en la atención en salud mental que experimentaron a lo largo de estos años sobrevivientes y familiares de la masacre, en 2022 la ONG No Nos Cuenten Cromañón decidió crear un programa autogestivo de salud mental que brinda atención personalizada a sobrevivientes y familiares de las víctimas, y está a cargo de tres psicólogas, Elizabeth Silva, Romina Andreini y Verónica Pérez, estas dos últimas también sobrevivientes.
“La asistencia brindada por el Estado fue deficiente y actualmente continúa de la misma forma”, dice Silva. “Se vulneraron los derechos de sobrevivientes y familiares al no recibir una atención adecuada. Esto se refleja en las políticas públicas implementadas en salud mental, que mostraron demoras para la asignación de turnos y barreras burocráticas para concretarlos, retrasos en la atención de las sesiones previamente programadas, sesiones breves y tratamientos con acceso restringido tanto por la limitación de recursos como por barreras geográficas, en las que las personas debían recorrer largas distancias generando la interrupción de los tratamientos. Las medidas continuaron de la misma forma, sin dar respuesta a las fallas en el sistema de atención. Diecisiete sobrevivientes se suicidaron. Entonces la ausencia del Estado es evidente”.
Diego Cocuzza, presidente de No Nos Cuenten Cromañón, dice que el programa nació de las consultas y comentarios que les llegaban de sobrevivientes necesitando una asistencia en salud mental que el Estado no les estaba brindando. “Eso provocó alrededor de 17 suicidios”, detalla Cocuzza. “Dentro de nuestra organización tenemos a tres psicólogas, dos de ellas sobrevivientes, que venían participando de distintas actividades. Entonces fueron designadas como encargadas del proceso de admisión y de dirigir un equipo de profesionales que evalúan el tratamiento adecuado para cada caso y hacen un seguimiento”.
Al recuerdo de un nuevo aniversario, que todos los años genera angustia y malestar en algunos sobrevivientes y familiares, esta vez se suma la reciente aparición de la serie televisiva Cromañón, en la plataforma de video por streaming Prime Video, que contiene dos capítulos dedicados a recrear el momento desesperante del incendio en el boliche y la búsqueda de los padres que intentaban identificar el cuerpo de sus hijos en una morgue.
“Después del lanzamiento de la serie observamos un incremento en las solicitudes de asistencia, por lo que reforzamos la disponibilidad de nuestro programa para sobrevivientes y familiares que lo requieran”, explica Silva. “Sumado a esto tenemos que tener en cuenta que nos acercamos a fin de año y se cumplirán 20 años de la masacre. Pueden ser fechas movilizantes y desafiantes. Cada persona lo vivencia de una forma diferente dependiendo, entre otros factores, de su historia de aprendizaje, su red de apoyo y los recursos con los que cuente. Todo esto influye también en la manera que recepcione la serie, que tiene una amplia difusión en los medios de comunicación, redes sociales y se entrelaza en las conversaciones de la vida diaria en los círculos cercanos. La información llega directamente, con contenido que puede activar recuerdos, emociones y experiencias. Por eso es muy importante que sobrevivientes y familiares cuenten con espacios de contención y con asistencia en salud mental adecuada, que acompañen y brinden herramientas en este momento. Desde No Nos Cuenten Cromañón decimos: ‘Acá estamos para acompañarlos’”.
Para Pappolla, la ausencia y la falta de abordaje desde los dispositivos de atención en la Ciudad, donde nunca se contempló la dimensión social y política en el trauma, expresado en el sufrimiento de las víctimas, hoy vuelven a manifestarse cuando muchos sobrevivientes se sienten mal al ver imágenes de la serie Cromañón, llevándolos a revivir problemas de ansiedad, asfixia u olor a quemado. El integrante de El Camino es Cultural dice: “Vale preguntarse si el verdadero problema es una ficción basada en hechos reales o la realidad de que desde hace 20 años el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires nos dejó solos y librados a nuestra propia suerte”.
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