Albertina Carri: “Encontrar un punto de fuga hacia la fantasía es una manera de imaginar futuros mejores o incluso distopías”


Albertina Carri sabe persistir en sus obsesiones, pero también sabe cuándo cerrar una etapa. Tras el estreno de Las hijas del fuego (2018), su primera película porno, a la cineasta se le pidió una segunda parte. “¡No hay manera!”, respondió cada vez que se indagó sobre la posibilidad de una secuela. Si la curiosidad por la pornografía la había acompañado desde los comienzos como estudiante de cine, Las hijas, destacada como mejor película argentina del Bafici en aquel año, cerró un capítulo importante de su carrera: el de su inquietud por subvertir el porno técnica y políticamente. Pero la aventura en la que se embarcó fue muy osada para que el grupo de trabajo que la acompañó se disolviera tan rápido. “Hacer Las hijas del fuego fue una experiencia super demandante y cuando terminamos apareció la idea de seguir trabajando juntas. Tenía claro que no quería volver a filmar porno y mucho menos hacer Las hijas 2”, explica la directora a ROLLING STONE. “Así que me puse a escribir otra película, pensando directamente en este grupo de actrices”.

Entonces llegó a ¡Caigan las rosas blancas!, una road movie que también podría presentarse como una comedia erótica o un thriller queer, con momentos de body horror y cine fantástico. Y quizás sea todo eso junto, porque siete años después de incursionar en el porno, Carri presenta una película genuinamente degenerada, que muta de principio a fin, vampiriza distintos géneros cinematográficos y va contra todo lo que cree que la industria audiovisual espera de una producción hecha en este lado del mundo.

¡Caigan las rosas blancas! tiene a la misma cineasta de Las hijas como protagonista, aunque no continúa aquella historia. Violeta (Carolina Alamino), que viene de tener un pequeño éxito indie dirigiendo una película de porno lésbico, ahora es contratada para filmar otra porno, con mucho más presupuesto y mucha menos independencia. El salto que la protagonista da en esa decisión es grande: la distancia entre su mirada sobre el cine y lo que ahora se le pide que haga es insalvable. Entonces decide huir. Se roba una camioneta escolar de la productora para la que trabaja y se larga a la ruta con algunas de las actrices de su elenco (interpretadas por Rocío Zuviría, Maru Marcet y Mijal Katzowicz). Como en Cecil B. Demented, el grupo atenta contra las formas de producir cine comercial para defender la vitalidad que puede tener la producción independiente. Mientras que en la película que John Waters estrenó en el año 2000 los boicots son violentos, el grupo comando de Carri opta por una huida más pacifista. El rumbo no está claro: un amigo en el noreste del país puede darles asilo y en esa dirección disparan. En el camino aparecen aliadas, como una genial mecánica-chongo (Laura Paredes) que, junto a su pareja (Valeria Correa), abre al grupo las puertas de su taller para ayudarlas con la camioneta. En la tensión de esa escena parece que la herencia erótica de Las hijas se va a manifestar, pero lo esquiva.

El viaje sigue, llegará hasta Brasil. Mientras más se adentra el grupo en la selva, más se enrarece el clima. Cuando la tensión llega a su punto máximo, la protagonista decide ofrendar, en un pequeño altar de un santo popular que encuentra en el camino, la memoria SD de su cámara (¿entrega su vida al cine o su cine a la fe?). Esa escena es el punto de inflexión en el que la película empieza a despegarse de lo real para entregarse a la fantasía: la mutación más contundente de Caigan.

“Pensé este recorrido como un viaje hacia lo fantástico y lo espiritual”, dice Carri. “La protagonista deja una película que tiene muchos recursos, que le ofrece comodidades, pero que la pone frente al costo del dinero. Porque está bien, tenés lo que necesitás, pero no podés hacer lo que querés, ¿de qué te sirve?”.

La reflexión sobre la autonomía como realizadora está dentro de la película misma: en algún momento de ¡Caigan las rosas blancas! a la protagonista se le pide que, tras su huida, salde su deuda con la productora grabando un documental sobre la aporofobia: el rechazo a las personas pobres. Las imágenes de ese documental, que muestra las calles de San Pablo, se empiezan a entrelazar con el relato de Caigan. Es como si la película se fuera deshilachando para convertirse en otra cosa: las acciones de los personajes importan menos, el giro es hacia un tono más explícitamente reflexivo y crítico.

Si hacés cine en Latinoamérica se espera que retrates la miseria. Estamos obligados a ser cronistas del horror porque vivimos en contextos muy hostiles y en general tenemos pocos recursos para hacer un cine más delirante. Pero hay una trampa muy grande ahí que se convierte en otra forma de extractivismo”, apunta Carri. “Abrirle paso a la locura, a otro tipo de narraciones y poder encontrar un punto de fuga hacia la fantasía es una manera de imaginar futuros mejores, posibles, o incluso distopías”.

¡Caigan las rosas blancas! es la nueva película dirigida por Albertina Carri. (Foto: Gentileza Albertina Carri)

La película también se mete con las condiciones que imponen las plataformas: qué se produce, cómo se produce, en qué tiempos se produce y para qué espectadores. “Discutimos mucho si hablar de plataformas o no. A mí me parecía importante hacerlo por la injerencia que tienen en el lenguaje cinematográfico: vienen con unos manuales muy estrictos sobre qué y cómo se hace”, dice Carri. “El cine es un espacio en el que se puede imaginar cualquier cosa, es un medio fantástico por definición y todas las formas de limitación que se le imponen creo que arman una cuestión política muy severa que empobrece la subjetividad de quienes ven películas. Opacar esa potencia del cine es una forma de producir espectadores dominados”.

Una obsesión que sigue vigente en ¡Caigan las rosas blancas! es la que Carri tiene con el paisaje. En la primera parte de su filmografía se expresa en la melancolía de la pampa argentina: en el documental Los rubios (2003) recorre la geografía bonaerense para reconstruir su historia familiar, el secuestro y el asesinato de sus padres durante la última dictadura militar. En La rabia (2008) Carri narra la cotidianidad de dos familias que viven y trabajan en un paraje rural, siguiendo de cerca a dos niños de esa comunidad. También vuelve al campo en su primera novela, Lo que aprendí de las bestias (Random House, 2023): un relato de temporalidad desordenada en el que se apoya en la autoficción para contar el reencuentro de dos hermanas cuyos padres fueron desaparecidos durante la dictadura. En Las hijas del fuego, su incursión en el porno, todo transcurre en el movimiento de un grupo de lesbianas poliamorosas que recorre la Patagonia: un territorio distante, solitario y frío que contrasta con la intimidad que crece entre sus protagonistas. La deriva hacia la naturaleza de ¡Caigan las rosas blancas! tiene un escenario más exuberante y abierto al misterio en la mata atlántica.

“El asunto de la naturaleza es algo que me habita desde siempre”, explica la cineasta. Y es central en su última película. Durante las primeras escenas de Caigan, la protagonista se encuentra en el set, dirigiendo a tres actrices que cuelgan del techo en arneses, rodeadas de plantas. Parece una escena circense: a los trabajadores de este porno mainstream (al que la directora está a punto de darle la espalda) se les exige, sobre todo, poder hacer acrobacias. Violeta pide más plantas. Todo el set repite que faltan más plantas, más plantas, se necesitan más plantas. Mientras la película avanza, ese deseo se va cumpliendo hasta que, finalmente, una imaginación ecológica se impone. “Empezamos a filmar la película antes de la pandemia con esta pregunta sobre qué relaciones establecemos con lo vivo, quién vampiriza a quién, sin saber cuánto de este vínculo iba a cambiar”, apunta la directora. A veces es la intuición de un cambio de época, a veces pura casualidad. La película entrega otro de estos accidentales vaticinios cuando las protagonistas se encuentran perdidas en la selva. Aterradas, escuchando los ruidos de una ciudad que no conocen, una de ellas dice: “Salgamos ya de este pueblo de motosierristas”. No es un comentario sobre la coyuntura social y política de la Argentina de 2025 introducida en una película queer, pero bien podría serlo.

Antes de grabar Las hijas del fuego (su primera porno con lesbianas de carne y hueso) Carri había coqueteado con el género a partir de otros recursos. En 2002, Barbie también puede estar triste, contó el melodrama de una muñeca deprimida que, insatisfecha con la vida matrimonial que comparte con Ken, inicia un tórrido romance con su empleada doméstica bisexual que deviene en una especie de comunidad poliamorosa (faltaban algunos años, todavía, para que el término poliamor se incorporara en el sentido común y casi dos décadas para que Greta Gerwig contara la historia de Barbie en clave siglo XXI). Esa película filmada con juguetes que se mueven en stop motion tiene las voces de Juana Molina, Susana Pampín, Eusebio Poncela y Divina Gloria.

“Me llevó casi dos décadas, desde ese corto, poder dar con las condiciones necesarias para dirigir porno con seres humanos. Implicó que apareciera un grupo acorde para filmar algo así y que todas pudiéramos estar cómodas con eso. La idea era filmar escenas de sexo de maneras no espectacularizadas, con mucha conciencia sobre el cuerpo y sobre el deseo, pero también contar una historia que le abriera paso a lo afectivo”, dice Carri. “Es una de mis obsesiones desde que descubrí que, de alguna forma, todas las cinematografías del mundo se inician con pornografía”.

Su curiosidad tenía un trasfondo político, pero también un interés y un vértigo por meterse en un género mucho más estandarizado que otros para intentar hacer algo distinto.

El cuidado y elaboración de la curiosidad de Carri fueron mostrando las marcas de su voz autoral. Sus preguntas sobre la construcción cinematográfica, las formas (sin dudas, extrañas) con las que la memoria opera y construye imágenes individual y colectivamente, el lugar del sexo en la cultura y la brutalidad y la belleza que ofrecen distintos territorios son ejes de un trabajo paciente. Y todas las dimensiones desde las que se puede pensar ¡Caigan las rosas blancas! tienen que ver con ese cuidado de las obsesiones.

Los rubios (2003)

En su cruce del documental y la autoficción, Los rubios se convirtió en una producción fundacional en el cine argentino. Estrenada en 2003, muestra la búsqueda de Albertina por recuperar la historia de sus padres, Roberto Carri y Ana María Caruso, desaparecidos durante la última dictadura. Es un relato que se va armando con testimonios de familiares, amigos y vecinos, entrevistas de archivo y documentos históricos, que suman capas de complejidad, tensionan idealizaciones y exponen las formas en que opera la memoria. Carri se pone frente a la cámara junto a una actriz que la interpreta, exponiendo el propio armado del documental, en debates que van de las decisiones narrativas a la búsqueda de financiamiento.

Géminis (2005)

Una familia de clase alta porteña tiene todo para salir bien en la foto. Pero los hijos, Meme y Jere (María Abadi y Lucas Escariz), pasan los días compartiendo la casa familiar y guardando el secreto de la relación romántica que los une. La llegada de un hermano mayor que vive en el exterior y una serie de rituales y demandas familiares tensionan el equilibrio. En Géminis, Carri cuenta cómo lo que reprime es capaz de gestar tramas oscuras. La genial Cristina Banegas interpreta a la madre más negadora del cine nacional.

La rabia (2008)

Un retrato brutal del mundo rural atravesado por la violencia y la opresión. La historia sigue a una familia que obedece a un padre autoritario: su esposa solo puede acatar órdenes y la hija de ambos enmudeció. En la casa vecina, Pichón, amante de la madre, y su hijo Ladeado completan un escenario donde la infancia es sinónimo de obediencia. El campo aparece como escenario de distintas formas de violencia.

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