Pasaron 50 años desde que, casi por accidente, Patti Smith formó su primera banda de rock. La motivó un exceso: tenía demasiada energía para seguir leyendo poemas en público. Necesitaba movimiento. La primera capa que sumó a su poesía fue la guitarra de Lenny Kaye. El resto es historia conocida: armó una banda de rock and roll con todas las letras, se interesó por las artes visuales (su relación con Robert Mapplethorpe la acercó a la fotografía) y publicó poemarios y libros autobiográficos.
Durante esa década y las que siguieron se dedicó a jugar seriamente a tres puntas: palabra, sonido e imagen, si es que acaso pudieran dividirse. Fue un continuum sin bordes que ni siquiera frenó los dieciséis años en los que se replegó en la vida familiar, durante los 80. Incluso en ese momento siguió componiendo, tocando y escribiendo y volvió a dar shows luego del fallecimiento de Fred Sonic Smith, su gran compañero de vida, para unirse a una gira de Bob Dylan a mediados de los 90. Entonces, desde el lanzamiento de Horses, hace medio siglo, Patti Smith viene dando puntadas en todas las piezas que componen Correspondences, la performance que anoche la trajo al Teatro Ópera de Buenos Aires, acompañada de la plataforma sonora Soundwalk Collective, y que cierra el círculo de todas las inquietudes (como artista, pero también como activista) que Patricia cultivó a lo largo de su vida y obra.
Entonces ahí está Patti, parada frente a un atril, de remera y saco, con dos largas trenzas grises y una taza blanca en la mano. Detrás de ella hay sintetizadores, un cello, un set de percusión, un par de laptops y una gran pantalla que exhibe lo que fue el germen de este proyecto: las imágenes que Stephan Crasneanscki (creador de SC) registró en viajes largos, complicados, exóticos (“viajes que yo no hubiera podido hacer por limitaciones físicas”, contó Patti en varias entrevistas). Y así el francés ofició de ojos suyos, llevó esos registros a la cantautora. Y juntos empezaron a pensar en las historias que contaban esas imágenes. Soundwalk Collective se ocupó de narrarlas a partir del sonido y Patti escribió extensas poesías con finales cantados. La colaboración tiene otros antecedentes: el primer trabajo que la unió con SC fue el álbum Killer road, en homenaje a Nico, en el que Patti recita poemas y canciones de la cantautora alemana.
Cuando terminan los aplausos de bienvenida en su cuarta visita a Buenos Aires, Patti apoya la taza en el suelo y dice: “Este poema está dedicado a los niños de Chernobyl”. Detrás de ella, la pantalla proyecta una caminata sobre zonas en las que permanecen ruinas de la ciudad ucraniana. El sonido ofrece su correlato. Mientras el productor italiano Simone Merli se ocupa de los sintetizadores, Crasneanscki dispara bases que funcionan como colchones de sonido. Son atmósferas de sospecha que marcan el momento previo a un desastre sobre las que el cello (Lucy Railton) clava notas sutiles que le imprimen dramatismo. Diego Espinosa (percusión y efectos) alterna entre el pad y los ruidos en vivo. Algunas veces produce crujidos de pisadas, avanzando como un fakir sobre pedazos de materiales rígidos. Otras acerca al micrófono objetos de los que extrae otros sonidos: ruidos que producen incomodidad, que se repiten, que van ganando presencia y volumen, y que incluso cuando resultan molestos, en la repetición, empiezan a funcionar como mantras de ASMR.
Por la manera particular que tiene Correspondences de integrar ruidos de distinta naturaleza, incluso cuando Patti tose (lo hace aquí y allá a lo largo del show, razón por la que al final ensayará un “perdón” en español a la audiencia) la forma en la que su cuerpo aparece por fuera del guión está lejos de resultar disonante. Muy por el contrario, aparece como otra marca de entrega: entregarse a una gira a los 78 años, entregarse a recitar durante una hora y media sin parar, entregarse a seguir haciendo, pensando y produciendo a pesar de tener una obra lo suficientemente vasta como para darla por completada.
También hay entrega y riesgo en la ambición de Correspondences. Si en un momento puede estar narrando una infancia en Chernobyl, al siguiente puede tematizar el recorrido de una búsqueda espiritual, las implicancias de una vocación artística, el impacto de la actividad humana en la naturaleza o preguntarse por el llanto de los animales y las consecuencias del cambio climático, No lo hace de una manera retona y sonsa: no hay nada en esta obra que se parezca a un eslogan. Correspondences es delicado, trabaja con el poder de la imagen (en el cine y en la poesía) a su favor. Todo cosido con la mayor delicadeza posible. Ninguna costura a la vista.
Al menos tal cual fue presentado en Buenos Aires (el proyecto va mutando y ofreciendo puestas distintas) la potencia de la imagen aparece no solo como recurso, sino también como tema. En un tercer momento de Correspondences, Crasneanscki trabaja con escenas de Medea de Pasolini, mientras la pantalla muestra planos de Maria Callas (protagonista del film) y Patti narra en primera persona la historia de la hija bruja del rey Eetes. Patricia se refiere al asesinato del cineasta, poeta y dramaturgo: “Pasolini nos regaló una visión de mundo”, dice. “Las películas que no llegó a filmar también viven con nosotros”. Además de la obra del italiano, el pasaje trabaja sobre Andrei Rublev (1966), la película de Andréi Tarkovski sobre el pintor ruso. Tanto en el caso de Pasolini, como en el de Tarkovski, Crasneanscki trabajó con material de las películas, pero también con materiales donados por la fundación Pasolini y la familia del cineasta soviético (“tuve el privilegio de conocer al hijo de Tarkovski y que nos cediera este valioso material”, dijo Patti en una nota), así como con registros propios de imagen y sonido de los monasterios en donde pintó Rublev.
En el cierre, como una pequeña ofrenda, Patti vuelve a serpentear entre los límites de recitar poesía y cantar. Se queda sola en escenario, pide que el auditorio la acompañe y le saca brillo a su voz grave, entrenada en el spoken word, en versiones a capela de “Wing” y “Because the night”, armando una suerte de epílogo musical de Correspondences. Quizás el gran mérito de la performance sea la naturalidad con la que logra armar y desarmar atmósferas, abrir preguntas incómodas, narrar historias dolorosas, homenajear a artistas y alternar entre climas tan disímiles entre sí. Como una noche en la que se sueñan muchas cosas, todas juntas, una detrás de otra. Son transiciones que no se perciben forzadas y que se sostienen en una artillería de recursos creativos, pero también en esa impronta chamánica de Patti que, delicada, metódica y amorosa, construye un espacio común que no se parece a una lectura de poesía ni a una proyección de cine o a un recital, en todo caso se parece más a entrar a un trance en el que el mundo es, por un rato, un poco menos cínico.
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